El tipo se cree clase media: vive en alguna colonia del populoso San Marcos, maneja un auto coreano con una calcomanía de su iglesia, su esposa a su lado, y, la empleada, con uniforme que la identifica como tal, en el asiento de atrás del carro cuidando, supongo, a las crías del motorista. La definición concreta de clasismo del wannabe salvadoreño.
En el embotellamiento, el tipo se sale de su carril hacia la derecha, se le atraviesa a un motociclista e inmediatamente hace otra maniobra para metérsele a otro carro a la izquierda. A lo mucho ganó 15 segundos el energúmeno.
El motociclista le sugiere con voz calma que use las vías. El tipo se alebresta con un vocabulario soez impropio a la clase media. Le repite que use las vías para sobrepasar a la derecha, que no es lo legal, o a la izquierda, que no es lo más cordial en una trabazón pues todos habremos de esperar. La sugerencia encrespa más al tipo que le amenaza de muerte. El de la moto le pregunta con sarcasmo si ese comportamiento violento es lo que espera que sus hijos aprendan. Hay que recordar que los hijos siguen con la empleada -o sirvienta, según imagino el vocablo del motorista. “Vieran de ver”, sentenció el tipo mientras su mujer subía la ventana de su lado, “que de un golpecito se mueren ustedes”.
El motociclista se desvaneció en medio del tráfico mientras el clasemedia seguía destilando amargura. Su acompañante baja los vidrios y, con intención de calmarlo, le dice: “vos dejale las cosas a Dios, ya vas a ver que se va a dar en los dientes”.
Y no es inusual que en este país de incongruencias el agresor se sienta el ofendido y exprima deseos jurando vendetta, por inofensivos que parezcan. Tampoco es inusual que en este país, como dice mi amigo, históricamente mal educado por un MINED encomendado para servir a las élites, para trabajar y no para ser buenos ciudadanos, subyugado por el ejército, engañado por los políticos y dogmatizado por la religión tengamos esa sed de venganza. No es inusual que se sea una persona en la iglesia y que al salir de ella pueda convertir el tráfico en su jungla privada. Me imaginé al tipo, como a muchos de nosotros, decir “¡Qué Dios le bendiga, hijueputa!”
¿Llegará el día cuando los salvadoreños aprendamos a resolver los problemas con civilidad sin ofrecer balas o echarle el carro a alguien? ¿Estaremos condenados como generación a matarnos los unos a los otros y esperar en el hado que las creaturitas de ese carro hagan ojo pacho a su entorno y se vuelvan mejores ciudadanos? ¿Podremos transferir nuestra actitud bondadosa de la iglesia a las calles del país? ¿Podrán las religiones forjar nuevos ciudadanos empáticos con el desconocido? ¿Será que en realidad semos malos y nos enorgullece serlo?
En fin, yo que no soy vengativo se lo dejo todo a Dios. O sea, que él se encargue de hacer el trabajo sucio que no debo hacer yo.