Eran esos octubres en los cuales los vientos no fallaban y con su presencia anunciaban el fin del año escolar, la terminación del año en curso, en su entorno se generaba un ambiente de satisfacción y quizá de tristeza, el fin de clases significaba la renuncia de la presencia en físico de las amistades que dejabas de ver por al menos los tres próximos meses. El año escolar fue establecido de febrero a octubre, porque las cortas de café iniciaban en los últimos meses del año y los dos primeros del año nuevo, la mano de obra era necesaria en el interior del país, pero acá en la ciudad algunos subían a cortar al Volcán de San Salvador, al Cerro de San Jacinto y en la zona fría de la entonces llamada Nueva San Salvador, hoy Santa Tecla.
San Salvador, no importaba en que época el año estuviéramos siempre amanecía húmedo, las visibilidad matinal se empañaba con neblina, con el avance de las horas y la salida del sol, esta desaparecía. Estar a la salida del occidente de la ciudad era ya estar lejos de las construcciones urbanas; la zona conocida como la Ceiba de Guadalupe era un punto de referencia, siempre hubo una legendaria ceiba a la altura de la llamada entonces tutelar de menores y actualmente el Instituto Técnico Emiliani, toda la parte de atrás eran cafetales, adentrarse hacia el occidente era ya una aventura grande, la neblina camino a la ciudad de las brumas era espesa y a tres metros de distancia ya la visibilidad era complicada.
San Salvador de los años 70’s fue fabuloso, su clima era agradable y con los vientos salíamos a encumbrar piscuchas y a recorrer los principales barrios de la ciudad, elevarlas y sumarte a otros municipios como San Marcos, Mejicanos y Ayutuxtepeque, eran aventuras que hacían volar la imaginación. Ese clima agradable permitía a la naturaleza hablar. Mi madre me había leído las lecturas tradicionales en El Salvador, Saúl Flores, era nuestro Robinson Crusoe criollo, e imaginaba eso ríos y cerros distantes con las narrativas de sus letras; ser urbano tenía sus limitantes y quizá fuimos desafortunados por haber nacido en la capital en medio del ambiente contaminado -que en aquellos años era insospechados los niveles que hoy hemos alcanzado- por ello vivíamos con mucha intensidad cuando se dejaba la ciudad y visitábamos el campo con gran devoción.
Aún así, cuando te encontrabas en el Parque Cuscatlán había un silencio que te hablaba, lograbas percibir con tus sentidos el canto de los pájaros emigrantes que cruzaban la ciudad, el paso de los pericos te anunciaba que ya eran pasadas las cinco de la tarde y su bullicio era señal que surcaban el cielo buscando la zona del Espino; era tanto el silencio que el tráfico por la zona se respetaba, escuchabas a un kilometro de distancia el sonido de la campana del sorbetero artesanal y los enfermos que se recuperaban en el Hospital Nacional Rosales y en el Hospital de Maternidad, eran respetados. Nada que ver con el caos y el ruidoso ambiente existente en este siglo XXI.
Los barrios de Santa Anita, San Jacinto, San José y San Miguelito, los podías recorrer sin ningún tipo de temor y mortificación; en el Barrio San José -sobre la séptima calle poniente a la altura de la calle antigua a mejicanos, hoy llamadas Juan Pablo II y Avenida Monseñor Romero- funcionó un chorro público, una “pila” que era utilizada para cargar agua de los cazos y recipientes de las personas del servicio doméstico que abastecían a los lugares cercanos, y aunque ya había sido clausurado porque el Sistema de Acueductos y Alcantarillados ya existía, era un lugar de referencia para los pobladores de San Salvador, que en eso años su número era abismalmente inferior al existente ahora; ese lugar era conocido como el mentidero por ser el lugar donde podías enterarte de los movimientos de la ciudad y de los acontecimientos importantes del día.
El Mercado Central, las barberías ubicadas entonces sobre la primera calle poniente, los bares históricos de la ciudad, la colonia modelo por el zoológico, el Parque Saburo Hiraou, el Circulo Deportivo Estudiantil y Los Planes de Renderos, eran los lugares que los jóvenes visitábamos, donde los encuentros furtivos se sellaron en más de una oportunidad sin ningún malestar de jóvenes que conocíamos la ciudad como la palma de nuestra mano.
Pero eso terminó, el cambio climático, el mal diseño de la ciudad, la emigración, el desorden vehicular, el desinterés de los gobernantes de la urbe capitalina, los terremotos, la guerra, y el no tener sentido de pertenencia acabaron con la ciudad San Salvador, pero no con el recuerdo de la infancia de los niños vendedores de dulces, casset´s y periódicos en los buses de Soyapango, los que nos perdimos en el vertiginoso tiempo sin darnos cuenta del camino al Lago de Ilopango o en las veredas del Teleférico de San Jacinto, los niños que jugábamos en la bermeja del lado insurgente por la liberación del país de la dictadura militar que terminó con el golpe de Estado de 1979, los buscadores de basura, los pepenadores urbanos, los limpiadores y pintadores de tumbas del Cementerio de Los Ilustres en pleno uno de noviembre, el vendedor de agua en el Estadio Cuscatlán que apoya al equipo Albo y nuestro amor al paquidermo, al inocente con pantalones remendados, a los posteadores con sabotajes nocturnos, a los que correteamos con varillas las comunidades de la Chacra, el Coro, la colonia Guatemala y la 5 de noviembre.
Puedo estar en el Vedado de la Habana, recorrer el alto Manhattan, caminar por la calle Florida de Buenos Aires, por Paseo de la Reforma en México o por la estación de Atocha en Madrid, pararme quizá frente a la Fuente Mágica de Montjuic en Barcelona o tal vez en el Malá Strana de Praga o el Obelisco de Washington pero yo siempre regresaré a ti, donde nací, crecí, donde aprendí a leer, donde odié, me alegré, me enamoré, donde yace la tumba de mis amigos y parientes cercanos… San Salvador.
No llovía en octubre, solo había vientos y cuando llovía saltábamos los charcos, nos tragábamos las madrugadas de octubre y soñábamos en la mañana ir a la Librería Hispanoamérica ubicada frente a la Plaza Morazán a comprar juguetes con “corcholatas” recogidas del suelo. Por ello Octubre me recuerda a ese que echaron de un comedor capitalino por hambriento, al niño cargador de ataúdes, al del silabario roto pero leído, al pelotero de la colonia IVU, al que le arrebató la promesa a Peter Pan de no crecer nunca como los adultos farsantes, al desagarrado de la historia de mentiras y mitomanía que sobrevivió al abandono envuelto en papel de diario, sí, a ese octubre de infancia olvidada, cuando te lo encuentres solo dile: que aún vivo.