Recientemente, en una amena tertulia de buenos amigos, todos ellos muy propensos a los ingeniosos juegos lingüísticos y los malabarismos del idioma, alguien propuso resumir en dos o tres palabras el estado actual de la sociedad hondureña. Los vocablos más citados fueron incertidumbre, ansiedad y crispación. La incertidumbre resultó ser algo así como el denominador común del estado de ánimo colectivo, pero siempre acompañada por una especie de ansiedad latente que nos impulsa a buscar respuestas y adivinar los difíciles acertijos del diario acontecer. Todo ello envuelto en un creciente y preocupante estado de crispación amenazante. Total, una situación poco envidiable, apta para el asombro y la espera desesperante de lo que pueda suceder.
Una situación semejante es terreno propicio para la circulación de rumores y la proliferación de cálculos y especulaciones a cuales más atrevidos y alucinantes. Tanto en los círculos de amigos como en las reuniones familiares o en la intimidad de las alcobas, el tema político siempre o casi siempre sale a relucir y ocupa los espacios que por derecho inevitable le pertenecen. Es asunto obligado de conversación. Y es normal que así sea. La gente está preocupada por lo que pueda pasar, vive en un estado de ansiedad contenida, haciendo preguntas y buscando respuestas.
Hay un deseo de cambio que se percibe en el ambiente. Pareciera como si la inmensa mayoría de la sociedad, sin importar sus preferencias políticas, quiere que haya cambios, que se muevan las piezas en el tablero político, que ya de una vez por todas se vayan algunos y vengan otros, que se produzca el ansiado relevo para salir por fin de este agujero de podredumbre y desprestigio en que nos tienen sumidos.
Los rumores van y vienen, algunos se disfrazan de secretos para lucir más atractivos y fascinantes. Los mejor informados se solazan repartiendo sus confidencias a cuentagotas, mientras mantienen en vilo a sus interlocutores. Dicen que la mejor manera de guardar un secreto en estas honduras es contarlo. Al revelarlo, lo tiñes de inmediato con el tinte de la duda y el rumor se esparce como si fuera un simple bulo. Nadie lo cree, aunque siempre hay unos cuantos ingenuos que lo digieren sin empacho alguno. Y de esa forma, el secreto que esconde un hecho real se va volviendo nube borrosa, información dudosa, hecho ilusorio, dato inventado. El secreto queda protegido por la desconfianza colectiva. Y así, la conspiración está a salvo y sus promotores pueden seguir generando más secretos.
De vez en cuando aparece algún charlatán que se dedica a propalar en público el secreto de los reales o supuestos conspiradores. Los denuncia y amenaza, cumpliendo de esa forma su triste papel de vocero no oficial del régimen establecido. Cada vez que los gobernantes quieren denunciar algo o advertir a alguien, sin asumir la responsabilidad de sus palabras, acuden al correveidile de turno para que haga públicas las discretas intenciones del poder. De esta forma, el régimen también contribuye a estimular el clima de confusión y ansiedad que ya sufrimos todos en el día a día.
Sociedad de rumores y especulaciones. Mundo apropiado para la fantasía y la falsedad. Universo de hipócritas y mentirosos. En eso nos hemos convertido en esta sociedad, cada vez más confundida y ansiosa, repleta de interrogantes y dudas, llena de incertidumbre y hartazgo.
Por favor, que ya se acaben de ir de una vez por todas y dejen en paz esta tierra que, por mil razones, merece mejor destino y apropiada suerte. Es hora ya de ponerle fin a este carnaval grotesco, este desfile infinito de ladrones y corruptos, de traficantes de drogas y lavadores de activos, tramitadores de influencias, vendedores de ilusiones, “toda aquesa gentuza verborrágica/ trujamanes de feria, gansos del capitolio…/ casta inferior elocuenciada de impotencia…/ me causa hastío, bascas me suscita/ gelasmo me ocasiona: mejores aires, busca, busca el espíritu mejores aires…” para decirlo con los indignados versos de León de Greiff.