La identidad salvadoreña desde su inicio se construye en una suerte de historias paralelas. Desde la desigualdad que produjo el proceso de expropiación de la tierra y su concentración en pocas manos, pasando por la división de la sociedad en clases y la radicalización ideológica que nos llevó a una guerra; así como las contradicciones más recientes entre el rancio pensamiento oligárquico y la emergente burguesía se confrontan y colapsan frente a la figura del otrora “arzobispo rojo” Monseñor Óscar Arnulfo Romero.
Hacer una lectura desapasionada del asunto en el presente no deja de dar escalofrío, cólera e indignación. Las diferentes corrientes de pensamiento dentro de la iglesia católica salvadoreña parecen respetar el discurso canónico de la jerarquía y, lo que en el pasado reciente fue el símbolo de ruptura, ahora es entendido como un puente espiritual de encuentro. Se puede decir que la cabal dimensión de un hombre de fe, ha permitido desde una lectura teológica, comprender a Monseñor Romero en sus condiciones de producción discursivas y las tensiones socio históricas que lo producen.
Si apartamos al ser humano Óscar Arnulfo Romero en el rol de sacerdote viviendo con la iglesia, su iglesia de los pobres, en aquellos años aciagos, por supuesto que el lugar de la enunciación se desplaza del púlpito del jerarca, hacia la mediación del sujeto discursivo que habla desde la gente como mediación institucional. Circunstancias que lo llevaron a ser incomprendido tanto por la iglesia dentro de la iglesia, así como por algunas tendencias de la izquierda y de la derecha radicalizadas. Es precisamente esa voz que trasciende el ruido de los conflictos mundanos y pervive en la religiosidad de los humildes el que lo vuelve santo.
El pasado terminó en el tiempo que no volverá y en los mortales que no sobreviven en la memoria de nadie. El presente progresivo es la forma genuina en la que se manifiesta la trascendencia. Que quede claro, el beato Romero para la iglesia católica no necesita ser hablado por otros; el santo Romero habla todos los días “desde” y “para” los pobres como forma tangible del espíritu.
En síntesis, Monseñor Romero vive en la memoria de quienes lo santifican con su ejemplo en la vida cotidiana, no necesita ser utilizado como fetiche y ser profanado por falsarios pregoneros, ni mucho menos vilipendiado por analfabetas políticos y fanáticos religiosos de poca monta.
Si las expresiones populares se empoderan del ejemplo de dignidad que Romero encarna y lo traducen en cánticos, murales, canciones y múltiples formas de arte es porque la flor de la palabra adquiere sentido, no lo duden que este patrimonio se produce entre el pueblo para el pueblo, sin esperar ni un centavo a cambio; pero cuando este fenómeno cultural no ocurre con estas formas genuinas de amor, no solo atentan contra la esencia del símbolo Romero, sino que la desvirtúan. Dejen que los limpios de corazón y los que procuran la paz sean llamados hijos de Dios.
La opinión sobre este asunto que aparentemente es de “carácter religioso”, lo he tratado en esta columna porque como salvadoreño que lee los signos culturales, de pronto me cansa escuchar y observar que el oportunismo desnaturalice la esencia de un hombre que no aceptaría este tipo de utilitarismo, porque además, ¡no lo necesita!