Por: José Antonio Alonso Herrero [1]
Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégica
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Los lectores que no hayan seguido desde hace décadas todas las peripecias de la nación salvadoreña deben tener presentes los trágicos eventos ocurridos en tan diminuto país a partir de 1970. Antes de emitir opiniones personales conviene recordar los hechos más llamativos relacionados con Monseñor Romero. Una primera fuente de información, no eclesiástica por cierto, es la ofrecida por Joaquín Villalobos (1986: 42-67) quien fue miembro de la comandancia del FMLN, es decir, una organización político-militar equidistante de la Iglesia Vaticana y de las élites represoras salvadoreñas, cuyo líder ideológico fue el gobierno de Ronald Reagan (ibídem: 45). Villalobos afirma que a fines de la década de 1960 se produjeron los primeros avances en la organización magisterial y estudiantil. Poco después comenzaría la organización de los trabajadores del campo, quienes se convertirían poco después en el principal punto de apoyo de la revolución salvadoreña. De ahí que fuera en 1978, 1979 y 1980 cuando el nivel de organización abarcaría a la mayor parte de la clase obrera y campesina. Esos años, precisamente, serán cruciales para comprender en toda su magnitud el comportamiento heroico de Monseñor Romero (Dussel: La Jornada: 23-mayo-2015). La actuación revolucionaria de obreros y campesinos tendría dos repercusiones inmediatas: la primera sería provocar la defensa incondicional de todos los oprimidos salvadoreños por parte de Monseñor Romero y la segunda sería su íntima ligazón con el movimiento político-militar lidereado por el FMLN[2].
La convergencia de ambos movimientos, aunque fueran de muy distinta naturaleza, es la que lleva a Villalobos a preguntarse: ¿fue la represión, desencadenada en ese periodo, capaz de aniquilar la base social del movimiento revolucionario? En nuestra opinión, la respuesta es doble. Desde el punto de vista del movimiento socio-político, lidereado por el FMLN, el largo conflicto arribaría a la mejor solución de la guerra que fue una “solución política negociada” (ibídem: 65). Desde nuestra perspectiva, sin embargo, la pregunta clave se refiere a la solución “cristiana”promovida por Monseñor Romero. En efecto, desde el primero de enero de 1978 Monseñor Romero, junto con los obispos Arturo Rivera Damas y Marco René Revelo, había enviado un mensaje pastoral de Año Nuevo titulado: “No a la violencia, sí a la paz”, en el cual explicitaba el camino a seguir. Monseñor Romero predicaba un mensaje de esperanza, pero afirmaba que para acabar con las situaciones violentas y con terrorismo estériles había que atacar las raíces que producen tales efectos. ¿Cómo identificaba Monseñor Romero esas raíces? El se apoyaba explícitamente en el magisterio del Papa Paulo VI, de la Conferencia de Medellín (1968) y en la Constitución “Gaudium et Spes” del Concilio Vaticano II. Monseñor Romero desgranó estas sabias directrices eclesiásticas y afirmó que “la solución a los urgentes problemas de nuestro país solo puede consistir en la instalación de un orden social más justo”. Mandato que concretó en tres puntos: primero, promover una legislación social orientada “a realizar los cambios políticos, sociales y económicos justos”; segundo, el respeto absoluto a los Derechos Humanos y, tercero, que se conceda una amnistía real a todos los exiliados.
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