"Todo se ha consumado”¦" En los años en que escuchaba música sin parar, el pasaje marcado por esas palabras era para mí uno de los más enigmáticos de La pasión según San Juan de Bach.
En un soprano lastimero acompañado por el lamento de un cello, persistiendo entre canción y silencio, me vino a la cabeza el recuerdo el lunes por la mañana, el día después de la segunda ronda de la elección parlamentaria de Francia. El hecho que se ha consumado, por supuesto, es el plan del presidente Emmanuel Macron de obtener una mayoría en la Asamblea Nacional.
Sin embargo, nos guste o no, el hecho no se limita a eso. Otro logro fue la tasa de abstención sin precedentes: el 57% de los votantes franceses desdeñaron el raro y precioso privilegio de votar, un privilegio inventado hace varios siglos por hombres que creían en la deliberación, la razón y el iluminismo.
Inevitablemente, escucharemos comentarios sobre un electorado exhausto después de un año dramático en el que los cimientos políticos de Francia se desplazaron y sus puntos tradicionales de referencia se oscurecieron. Nos hablarán de la sabiduría interior de una nación que ya conocía el resultado y deseaba, sin decirlo, evitar la apariencia de una victoria excesiva. Se le echará la culpa al tiempo, a los puentes, a los medios, a la amargura de líderes rechazados y a las cantidades desconocidas representadas por los nuevos rostros del ejército de candidatos del presidente.
Pero yo no creo que estas respuestas anecdóticas se mantengan en pie por mucho tiempo. No puedo evitar oír, en el silencio ensordecedor de los millones que se abstuvieron, la nota disonante que uno siempre detecta en las fanfarrias victoriosas. Nunca se sabe, al principio, si sólo se trata de una nota falsa, del sonido de cosas que caen y siguen rodando brevemente antes de finalmente detenerse o de un cacharro de verdad, una interrupción más discordante, el heraldo de una verdadera crisis.
Y no podemos descartar que la estadística más saliente del domingo (¡ese 57%!) signifique no sólo la última boqueada de los cadáveres supinos que habían sido el aparato político de ayer (y que pueden volver a elevarse para convertirse en los partidos populistas de mañana). También podría reflejar un proceso de abandono, deserción y dispersión; un proceso que afecta, más allá del voto, la idea que los franceses tienen de sí mismos, una idea que de repente parece fantasmagórica.
Hobbes nos advierte. "El pueblo" es siempre un artefacto. Dada la sociabilidad insociable de los seres humanos, motivada por sus apetitos y pasiones, el proceso por el cual cobra forma es descarado y frágil a la vez.
Y, en el mundo real, es el contrato social, con sus instituciones y procedimientos, sus modos de deliberación, delegación y mediación y, en particular, sus votos, lo que está detrás de la noble invención de un "pueblo" y responde por el hecho de que quienes lo conforman ocasionalmente se toman un respiro y dejan de desgarrarse entre sí miembro por miembro. No puedo evitar preguntarme, luego del "domingo de abstención" de Francia, si el sonido que oímos no es la detención de esta máquina espléndida y sutil.
También me pregunto si no estamos acercándonos al fin de un proceso de disolución que ahora amenaza con convertir irreversiblemente la abstracción del "pueblo" en una ficción, casi imposible de imaginar (mucho menos a la que se le pueda poner una cara) y aún más difícil de creer. Me pregunto si la satisfacción de ser un pueblo -como fuera inventado por los primeros europeos y norteamericanos, reinventado por los celebrantes franceses de la unidad nacional el 14 de julio de 1790 y celebrado por el historiador y poeta francés Michelet- no se estará convirtiendo en una cosa del pasado.
Parecería que eso nos obliga a elegir entre dos posturas. Podemos acomodarnos a esta irrealidad y a los representantes recientemente instalados de Macron, tan extraordinariamente delicados y distantes como para sugerir que podrían haber sido elegidos mientras Leviatán estaba dormido. O podemos basarnos en Facebook y Twitter para devolverle una semblanza de voluntad y soberanía a lo que solía llamarse el pueblo, por medios técnicos que permitan respuestas en tiempo real a referendos instantáneos.
Pero existe otra alternativa: detectar en el prospecto de respuestas sin preguntas y opciones, sin deliberación, ni siquiera reflexión, un camino que conduzca eventualmente a más inhumanidad, debido a las urgencias que, en un determinado momento, pueden adueñarse de un pueblo que ve cómo se marchita. En ese caso, podríamos rodearnos de inteligencia, razón y valentía; regresar con fuerza a la arena política; e, inspirados por el legado del Iluminismo, reformular en el idioma de hoy los teoremas de la democracia representativa, un sistema político que aún hoy (y por mucho tiempo) no tiene par.
Debemos volver a juntar lo que se desmorona y anda a la deriva como un iceberg. Debemos cerrar la herida de la que fluye la savia de una sociedad fragmentada. En resumen, nosotros, el pueblo, debemos refundarnos sobre las ruinas de un mundo ardiente que tiembla bajo nuestros pies. Esa es la verdadera revolución por la cual Macron y su mayoría parlamentaria tendrán que luchar en Francia.
La tarea es inmensa, histórica y, en definitiva, meta-política. Ningún individuo por sí solo, ni varios, ni siquiera una abrumadora mayoría, puede lograrlo. Lo que se necesitará es la voluntad general -ya no sólo individual o colectiva, sino verdaderamente general- de la República de Francia. Y luego, como en La pasión según San Juan de Bach, en la que el lamento de que "todo se ha consumado" está seguido de cuerdas de Resurrección, una vez más se podrá distinguir en la política de Francia los rastros de la historia francesa -y el camino hacia el futuro de Francia.
Bernard-Henri Lévy es uno de los fundadores del movimiento “Nouveaux Philosophes” (Nuevos Filósofos). Sus libros incluyen Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism, American Vertigo: Traveling America in the Footsteps of Tocqueville y, más recientemente, The Genius of Judaism.
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