domingo, 6 octubre 2024
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Razón clasemediera y debate

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Aquí­ tenemos una amplia tribu de licenciados que se ajustan con solemnidad la corbata y tosen un par de veces, antes de examinar con sus respectivas lupas la forma en que debaten sus programas polí­ticos los candidatos presidenciales. El programa (expuesto como un decálogo desglosado minuciosamente) serí­a el súmmum de la racionalidad pública. Si cada aserto de los contendientes por la presidencia (una especie de gallos con espuela en combate ritual) va acompañado de cifras, mejor que mejor. Esa es, para nuestros brillantes licenciados, la racionalidad en el reino de las deliberaciones polí­ticas y no lo otro, ese triste espectáculo que dan unas masas que solo consumen discursos emocionales.

Sin lugar a dudas, no se puede renunciar a la voluntad de gobernar las emociones para que sea “la razón” quien pilote nuestras decisiones en el ágora. Lo que ocurre es que la polí­tica no puede reducirse a un silogismo, ni a una fórmula matemática. Aristóteles comprendió muy bien esto al considerar que el razonamiento deliberativo es un fenómeno complejo en el que intervienen el logos puro, pero también otras consideraciones.

Cuando la comunidad, apelada por sus lí­deres, razona una decisión y elige una polí­tica, no solo tiene en cuenta la armazón lógica y la factibilidad de las propuestas de acción pública, también examina la credibilidad de quienes hacen tales proposiciones. Por muy bien trabadas que estén racionalmente las ideas de un polí­tico, carecerá de credibilidad si es el representante de un partido con una trayectoria nefasta en la gestión del gobierno. Si hay una disociación evidente entre el logos y la conducta pasada de un partido, la ciudadaní­a tenderá a desconfiar de sus promesas.

Hace más de dos mil años, Aristóteles nos dijo que el terreno de la razón en polí­tica no es el de la certeza, sino que un teatro donde intervienen muchas variables y esferas de valor. El razonamiento en ese teatro se salta el ámbito de las ecuaciones matemáticas, para convertirse en una especie de cálculo comunicativo perteneciente a la porosa esfera de la razón práctica. Un matemático en ese mundo puede ser devorado por un demagogo, un estafador en ese mundo puede disfrazarse de matemático.

En nuestro paí­s, la ciudadaní­a, al juzgar las propuestas de los candidatos a la presidencia, se ha fijado poco en unos programas que también los partidos han tenido el cuidado de no publicitar ni discutir abiertamente. Pero que no se apoye en propuestas programáticas a la hora de juzgar a los candidatos no significa que colectivamente no haya razonado. Para juzgar a Calleja, la ciudadaní­a ha tenido en cuenta la nefasta trayectoria gubernamental de su partido y eso, aunque no pertenezca al reino de las razones programáticas, es lógico. Como lógica es la erosión que sufre la figura de Hugo Martí­nez al ser considerado un representante de la detestada cúpula dirigente del FMLN.

Nos gustarí­a que la gente eligiese alternativas gubernamentales a partir de ideas claras y distintas, pero esa polí­tica cartesiana no existe y nunca ha existido y funciona solo como la imagen utópica de un ideal a construir. Si uno examina experiencias recientes en sociedades presuntamente más avanzadas que la nuestra, se da cuenta que la razón electoral está contaminada por miedos, rechazos y atractivas imágenes construidas publicitariamente. Los ciudadanos que eligen a partir de estimaciones estrictamente racionales son una minorí­a en dichas sociedades. Y las tertulias televisivas y los debates presuntamente racionales entre los candidatos solo sirven para maquillar la turbia realidad de los procesos del razonamiento colectivo en las democracias. Rasgarse las ropas frente a esa realidad y proponer debates como parches frente a dicha realidad es tí­pico del clasemediero culto que se ajusta con solemnidad la corbata y tose un par de veces, antes de examinar con su educada lupa la forma en que debaten sus programas polí­ticos los candidatos presidenciales

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Álvaro Rivera Larios
Álvaro Rivera Larios
Escritor, crítico literario y académico salvadoreño residente en Madrid. Columnista y analista de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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