Hace algunas noches durante una entrevista el alcalde capitalino emitió una idea – no tan nueva- sobre su concepción de la desigualdad, y dijo: “Siempre habrá desigualdad económica, pero la desigualdad debe ser solamente económica: no puede caer en salud, educación, en acceso a la infraestructura, al empleo”. Este artículo no está dedicado al Edil Capitalino, sino a sus muchos seguidores que no fueron capaces de dilucidar la debilidad técnica, pero no ideológica de su argumento, o que simplemente decidieron ignorarla. Total, no creo que llegue a leerlo, y si lo hace, sus amplios estudios de economía le permitirán entenderlo y hasta refutarlo.
Si hay un fenómeno social que ha estado presente desde antes de la conformación de los países Latinoamericanos y que sigue vigente hasta nuestros días, es la desigualdad, este problema de características históricas y estructurales se ha mantenido y reproducido incluso en los momentos de mayor crecimiento y bonanza económica.
En los últimos años, con el establecimiento de algunos gobiernos progresistas a nivel latinoamericano, se impulsaron medidas de carácter redistributivo, pero aun así la desigualdad persiste y los niveles de pobreza en la región, el acceso precario a servicios básicos, y la exclusión, siguen siendo grandes barreras que superar para poder alcanzar el desarrollo y erradicar la dependencia externa crónica de nuestros países. La CEPAL [1] lo mantiene: “América Latina es la región más desigual del mundo a pesar de importantes avances realizados por los países durante la primera década y media del siglo XXI” [2].
La igualdad, como contraparte, está considerada como un principio fundamental en el desarrollo humano y una condición imprescindible no solo para la superación de la pobreza, sino también para el goce de derechos fundamentales para toda la población, como el derecho a la salud, al agua, a la educación, a la vivienda, entre otros; es por ello que no se puede hablar de igualdad en “salud, educación, infraestructura” u otras, cuando no existe igualdad económica.
Adoptar una posición de “siempre habrá ricos y pobres” o “no puede haber igualdad salarial entre un profesional o una persona que- por las mismas condiciones de desigualdad- ha truncado sus estudios”, es una postura reaccionaria o desconocedora en lo más mínimo de políticas públicas. Si bien, al referirnos a desigualdad económica se habla estrictamente de las disparidades existentes entre los niveles de ingreso de diferentes grupos de una sociedad, conocidas como brechas salariales, el debate sobre la desigualdad no solo se reduce a disparidades sobre el ingreso entre las personas.
La desigualdad económica [3] es determinada por la asimetría o heterogeneidad en la estructura productiva de nuestros países que condiciona al mercado laboral y afecta las condiciones sociales, culturales, políticas e incluso medioambientales de nuestra sociedad. Lo que en palabras del reconocido economista Octavio Rodríguez [4] se describe de la siguiente manera: “La estructura productiva se dice heterogénea cuando coexisten en ella sectores, ramas o actividades donde la productividad del trabajo es alta o normal con otras en que la productividad es mucho más baja. A esta estructura productiva corresponde cierto tipo de estructura ocupacional. Una es espejo de la otra”.
Es decir que, en una economía subdesarrollada como la nuestra, existe una proporción de trabajadores ocupados en actividades que generan mayor o normal productividad, que constituyen el empleo formal, y otra proporción del trabajo ocupada en condiciones de productividad muy reducida, que conforma en el “mejor de los casos” el sub empleo y el empleo informal, puesto que el resto se encuentra en situación de desempleo.
Con la imposición del modelo Neoliberal, se generó una estructura productiva más dispersa y vulnerable, lo que ha profundizado la desarticulación el tejido productivo y ha priorizado la terciarización económica, a través de la imposición de un modelo intensivo en los servicios y no en la producción. Ya Arturo Guillén [5] para el año 2004 anunciaba que: “El sector exportador, que es el eje dinámico del nuevo modelo, se encuentra separado del resto del sistema productivo, siendo incapaz de arrastrar al conjunto de la economía. La economía carente de un motor interno, de una base endógena de acumulación de capital, resulta incapaz de absorber el progreso técnico y de irradiarlo al resto del sistema”.
En otras palabras, la heterogeneidad en lugar de atenuarse en el modelo neoliberal se ha ampliado y consolidado, y con ello la desigualdad económica continúa siendo un problema persistente, puesto que las relaciones estructurales que provocan un mercado laboral precario con bajos salarios, poca absorción de trabajadores, el inevitable crecimiento del sector informal [6] y el desempleo [7], continúan intactas.
Según el Banco Mundial, la desigualdad económica en El Salvador, medida a través del Índice de Gini [8] arroja un dato de 40.8% para el año 2015 [9], el dato más bajo registrado desde 1991 [10] y sin duda, el más bajo de la historia. Estos avances han sido impulsados por una mejoría relativa en los ingresos laborales de las familias salvadoreñas, hay que recordar que para el año 2013 se acordó un incremento gradual del 12% y para el 2016 otro incremento al salario mínimo, el cual se mantiene vigente para el 2018. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para palear la desigualdad económica. Además, la situación se vuelve más aguda cuando se trata de medir la desigualdad de la riqueza; organismos como la CEPAL han concluido que la desigualdad es mayor en la medida que se toma en cuenta la concentración de los activos físicos y financieros (riqueza) y no solo el ingreso corriente de las personas.
Es por ello por lo que la desigualdad debe considerarse un fenómeno multidimensional. Este problema no solo se encierra aspectos económicos en cuanto a la distribución del ingreso, sino que va más allá, y es así como a la desigualdad del ingreso se adhieren otros tipos de desigualdades sociales, políticas, culturales y ambientales que afectan aspectos que trascienden de la situación laboral de las personas, como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad, la cultura, la participación política, e incluso la discriminación por género, razas, entre otras.
Es, en su mayoría, un consenso que el concepto de igualdad no debe tratarse solamente de ingresos o de medios para generar riqueza, sino que debe garantizar igualdad de derechos, capacidades y oportunidades, sin embargo, para garantizarla es necesario identificar a quienes se les ha negado el cumplimiento de derechos fundamentales, pero igualmente importante es identificar como se rige la distribución y concentración de la riqueza en nuestro país. En definitiva, una sociedad con altos niveles de desigualdad cuenta inevitablemente con un sector reducido de la población que concentra gran proporción de la riqueza, así como la complicidad de clase política, que suprime los espacios de participación y la toma de decisiones, dejando para unos pocos el derecho a decidir por lo que verdaderamente afecta a la mayoría de las personas.
En síntesis, no puede existir igualdad social, sin igualdad económica, no se puede exigir igualdad social, sin exigir y garantizar igualdad económica; y es a partir de allí donde el papel del gobierno y los formuladores de políticas públicas adquieren gran importancia. Un modelo que genera y reproduce la desigualdad a partir de las disparidades en su estructura económica, que genera miseria a partir de la precariedad laboral por un lado y la concentración de la riqueza por otro, no es capaz de garantizar igualdad de derechos en el acceso a la salud de calidad, a una educación de calidad, a una vivienda digna, al gua, a la toma de decisiones y a una sociedad más inclusiva.
¿De dónde podrían mejorarse dichos derechos sin la aplicación de políticas redistributivas, y cómo podría lograrse la redistribución sin disminuir la concentración de la riqueza?
No se debe estar condenado a la desigualdad económica. En el afán de lograr una sociedad más justa, está primero lograr un país económicamente más justo, porque las oportunidades que determinan el éxito de unos pueden ser las que estuvieron ausentes y determinaron el fracaso de muchos.
Plantearse la igualdad requiere de políticas públicas orientadas hacia la disminución de la pobreza por medio de la redistribución del ingreso, a reformas tributarias más progresivas y a una visión integral del desarrollo, y, por último, requiere el compromiso de los tomadores de decisiones para construir una sociedad más igualitaria. Lo mencionaba Presbich [11] a inicios de la década de los 80: “Detrás del mercado, así como en el desenvolvimiento del Estado, están las relaciones de poder que configuran las grandes líneas de la distribución”.