A día de hoy podrías decir que la sombra que arrastrás se te escapa; a día de hoy quisieras decir que no sabés de dónde venís ni adónde vas. Lo sabés: a día de hoy podés decir que la nada fue el fin de cada etapa. Ahora estás en esta: la de los cuidados intensivos, gran Aute, porque cuidarte es decisivo en este trance entre la vida y la muerte. Muerte que nunca llegará pues vivirás eternamente con las letras de tu música, los colores de tus lienzos y tu mirada adelantada que nos inspiró desde siempre.
El recién pasado 8 de agosto se infartó tu gran corazón que inspiró e inspira tanto a tanta gente porque le cantaste a la belleza, la verdad y la utopía. Cumpliste años antier en coma y en cama hospitalarias, pero acá estás y acá seguirás estando desde que aquel sábado 29 marzo del 2003 ‒décimo aniversario del luminoso informe de la Comisión de la Verdad y de la oscura amnistía‒ cuando viniste, cantaste y encantase.
“Autista” fui cuando descubrí, más de cuatro décadas atrás, que de ninguna manera podría olvidarte. Fue lo primero que dije al recibirte en esa tu única visita al país, que no duró ni veinticuatro horas. Venías de Quito, de la “Casa del hombre” construida por tu colega Guayasamín, desvelado. Madrugáste para venir y no fuiste a descansar con tus “mercenarios”; así llamaste‒ a tus prodigiosos músicos. En lugar de eso, que era lo lógico, fuimos al bar. Querías saber qué pasaba entonces con El Salvador de Romero y Dalton.
Hablamos y luego reposaste un rato; tu fanaticada, ansiosa, te esperaba. ¿Qué dijiste al plantarte en el escenario del añorado concierto del Festival “Verdad”? “Muchas gracias. Muy buenas noches… Un auténtico placer estar en El Salvador por primera vez. Y sobre todo en una ocasión como esta, todavía mucho más placer y mucho más privilegio”. Con tus manos entrelazadas, continuaste así: “Bueno, en vista de que es la primera vez que estamos aquí en San Salvador, vamos a intentar ‒por lo menos yo (…)‒ que sea una noche maravillosa, pues, por un motivo muy (…) egoísta que es el que me vuelvan llamar y así vuelvo enseguida”.
En un video, “Chema” Tojeira, entonces rector de la UCA, cuenta algo que no querías se supiera pero yo lo revelé: nos regalaste el concierto. No cobraste ni una “cora”. Tu banda, obviamente sí. Y el entrañable Iñaki recuerda que mandaste una tarjeta, por correo ordinario, agradeciendo y aceptando la invitación. “Amigo Benjamín”, me respondiste a mano, “que la justicia y la libertad” imperen sobre “el universo infame de la injusticia”.
Esa noche cerraste con lo que pariste la noche del 27 de septiembre 1975, previo al alba en la que el genocida Franco ordenó sus últimos fusilamientos. Absorto, conmovido, tu público coreó: “Si te dijera, amor mío que temo a la madrugada, no sé qué estrellas son estas que hieren como amenazas, ni sé qué sangra la luna al filo de su guadaña. Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga; quiero que no me abandones, amor mío, al alba. Miles de buitres callados van extendiendo sus alas; no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza, maldito baile de muertos, pólvora de la mañana”.
A día de hoy, Luis Eduardo, seguirás siendo para siempre aquel ferviente convencido de que si aún se persigna un suicida antes del salto mortal, si todavía la carne de la soledad se perfuma con flores del mal, si aún no ha domado la bestia el alma del animal, si todavía aletea algún pájaro dulce entre tantas estatuas de sal, es porque ‒amor‒ existes… Aquel que sabe que esto tiene solución; que no todo está obsoleto, porque aún queda el esqueleto que no devoró la corrupción. Aquel quien sabiendo que han vendido hasta los sueños al padrino, dice: no importa, porque a la corta habrá de nuevo alguien que sueñe por ahí…
Y seguirás denunciando los demasiados profetas ‒profesionales de la libertad‒ que hacen del aire bandera, pretexto inútil para respirar. Y pedirás a la mujer sacar fuerzas de flaqueza, balas de belleza de la imaginación… Curioso, como te definiste, continuarás siendo libre, sin miedo de proclamar esa locura entre luces simples y ruidosas de nuevos conversos, propietarios de las más altas virtudes.
Te duele tanto envejecer, porque puede que esto de vivir consista en disfrazarse de veleta y girar según sople el viento; de celebrar el triunfo de las estrategias sobre la caducidad del sentimiento y coronar las cumbres más resplandecientes, donde el águila es experta en alpinismo; de especular con el honor como la causa justa más preciada del mejor cinismo… Dejálos, Luis Eduardo, que invadan los vacíos que dejaron los santones que ocupaban los altares; que se llenen las barrigas con el fruto que comieron, insaciablemente, en otros huertos; que levanten podios a sí mismos sobre el mármol que sepulta su currículum de muertos.
Son tiranos que se disfrazan de patriotas salvadores… Reptiles al acecho de la presa, negociando en cada mesa maquillajes de ocasión. Siguen todos los caminos que conduzcan a la cumbre, locos por que nos deslumbre su parásita ambición. Antes iban de profetas y ahora el éxito es su meta; mercaderes, traficantes… Más que nausea dan tristeza; no rozaron ni un instante la belleza… Esos nos hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que ya cayó el muro, ya no somos tan iguales; tanto vendes, tanto vales, ¡viva la revolución!
Nunca pretendiste, Aute, fortalezas ni fortuna. Un sueño soñaste: entre un mar de girasoles, encontrar tu giraluna que velara y desvelara cada noche la otra cara de la luna… Ni la mano del rey Midas ni la piedra del poder filosofal, te sedujeron… Abrazá, querido, tu giraluna y su belleza. Mientras, acá, seguiremos buscando el lugar perdido donde habrá rosas en el mar…