Un campo popular dividido y una clase media conectada a su ombligo
Resulta increíble que estando en una situación de desprestigio tan profundo, el presidente y su gobierno permanezcan inconmovibles, sobre todo porque en este país abundan las organizaciones obreras, campesinas y estudiantiles que dicen tener una agenda popular, democrática y antioligárquica. Cuando al presidente se le pregunta por qué le trasladó la responsabilidad de la lucha contra la epidemia a la ciudadanía, responde que jamás dijo eso, sabiendo que sus palabras están registradas audiovisualmente. Cuando se le pregunta dónde está el dinero de los préstamos dizque para la lucha contra el virus y ayudas a los más necesitados, pero cuya ejecución no se evidencia, responde que pronto el gobierno entregará cuentas, y eso jamás ocurre. Cuando se le pregunta sobre qué piensa de que los indígenas organizados lo hayan declarado non grato, responde que él trabaja “por la unidad”. En suma, respuestas estúpidamente superficiales, cínicamente evasivas y, encima, iracundas. Y, sin embargo, ninguna indignación ni protesta se torna en acción política lo suficientemente vigorosa como para detener su ya monumental despropósito político.
La razón de que la acción política del campo popular sea inefectiva en estos tiempos tiene que ver con que ese campo se dejó comprar por la cooperación internacional y cambió su agenda de clase por exigencias culturalistas que, si bien son importantes y justas, no constituyen la razón estructural que da origen a desgobiernos como el actual, a la persecución y asesinato de dirigentes populares no vendidos, a listas negras de supuestos comunistas (algunos de los cuales tienen varias décadas de muertos) y a que el cinismo presidencial permanezca impune cada domingo por la noche. La ineficacia de la acción política del descontento también tiene que ver con la atomización del campo popular a raíz de la pugna por los financiamientos externos que lo mueven, tanto en sus reclamos culturalistas como en sus pugnas internas de poder. Esta división es mortal. En medio del actual desgobierno, las organizaciones populares compiten deslealmente entre sí por el control de zonas geográficas y también se fragmentan por desavenencias en el ejercicio del control interno de sus jerarquías. El precio que pagan es alto en vidas humanas, en incapacidad de movilización y presencia, y en inefectividad política para construir una oposición respetable a este desgobierno oligárquico cuyo saqueo del arca pública ya superó los sueños de los más conspicuos corruptos del pasado.
En cuanto a las capas medias, la razón de la inocuidad de sus esfuerzos está en que su accionar orbita sólo en torno a las posibilidades que les brindan las redes sociales y las aplicaciones de sus teléfonos inteligentes. Y, como se sabe, estos recursos están diseñados para obtener datos de sus usuarios a fin de ofrecerles consumos simbólicos hedonistas y autogratificantes, así como para brindarles un espejo en el cual plasmar el “guanabismo” inducido que los constituye aspiracionalmente como revolucionarios desactivados en lo concreto y agilizados en lo virtual, lo ilusorio, lo festivo, lo políticamente inútil. Es la forma en que el sistema neutralizó al sujeto joven (y no tan joven) del cambio: con entretención adictiva. Al campo popular lo paralizó financiando a sus líderes en el impulso exclusivo de la agenda culturalista y no la de clase. Estas son las razones por las que puede existir un desgobierno tan colosal, inconmovible e impune como el actual.