Uno es lo que guarda, dicen que dijo alguna vez Pablo Picasso… y también lo que uno recuerda, agregaría yo, por experiencia propia. Siempre he recordado esa expresión picassiana a tal punto que la he hecho mía, sintiéndola propia, interiorizándola. Rebusco en los papeles viejos, las fotografías antiguas, esos instantes que perduran grabados en el papel de color sepia; las imágenes de antes, los momentos que fueron captados para siempre. Es una dulce y nostálgica manera de volver al pasado y recordar tiempos ya idos. Como escribió el poeta Nicolás Guillén: “agua del recuerdo, voy a navegar…”
Y eso es precisamente lo que me ha sucedido en estos días, tiempo aciago, en el que han muerto muchos, demasiados, buenos amigos y compañeros, cuyo solo recuerdo inunda mi mente y abruma mis sentidos. El último de ellos, el más reciente, Plutarco Elías Hernández Sancho, ciudadano del mundo, nacido en Costa Rica; guerrillero en Nicaragua, embajador en Moscú, amigo siempre. Escribió un libro, que por muchas razones mereció mejor destino: “El FSLN por dentro”, un minucioso y autorizado recuento de sus venturas y desventuras, siempre aventuras, de su paso por las filas clandestinas de la lucha en Nicaragua contra la dictadura somocista. Dejó a medio escribir otro, que cuenta sus experiencias, conocimientos y hallazgos durante su estancia en la capital de la entonces Unión Soviética, sus relaciones con los liderazgos de aquella época y sus tratos, ocasionales o esporádicos, con los personajes de entonces: Boris Yeltsin, Mijail Gorvachov, luego Vladimir Putin…en fin… Conozco en detalle los orígenes, peripecias y redacción a saltos y bruscas interrupciones de esos textos y, por lo mismo, doy fe de su valor testimonial y su interés histórico.
Plutarco, el “Comandante Amílcar”, era todo un personaje. Nacido en cuna más que acomodada, beneficiario del confort y los placeres que da la vida de la clase media alta, llegó a Moscú para estudiar ciencias económicas. Ahí, en la capital soviética, fuimos compañeros y compartimos la misma habitación en la vieja residencia estudiantil de aquella universidad múltiple, que más parecía un planeta en miniatura, con sus miles de estudiantes de todos los países del tercer mundo, sus diversos lenguajes, sus hábitos culturales, sus vicios y virtudes. Ahí construimos un jardín de amistad que se prolongó en el tiempo, tanto así que atravesó sin fisuras debates ideológicos enconados, militancia clandestina, viajes tan subrepticios como inesperados, encuentros súbitos, conspiraciones diversas y todo, siempre todo, bajo la sombra de una solidaridad sin límites, amistad inextinguible, hermandad comprobada hasta el último minuto.
Disidente en las filas sandinistas, víctima dolorosa del sectarismo estalinista y objeto inmerecido del rechazo injusto, Plutarco regreso a su natal Costa Rica después que se produjo el triunfo de la revolución sandinista, una gesta a la que él había contribuido sin más pretensiones que la de ser un sencillo y humilde combatiente. En su patria real recibió honores que le fueron negados en la Nicaragua adoptiva. Fue nombrado embajador en la Unión Soviética y, desde ese alto y honorífico cargo, cumplió con delicadeza y profesionalidad de experto una excelente misión diplomática. Abrió puertas y cerró heridas, descubrió nuevos caminos y estableció positivas amistades. Fue un gran embajador.
Retornado a su patria, no encontraba la forma de adaptarse a las nuevas circunstancias. Su dinamismo intrínseco, el huracán que era, no estaba diseñado para la calma burocrática de la jubilación piadosa. Sufría por ello. Y buscaba nuevos horizontes, quehaceres novedosos, actividad innovadora. La permanente lectura, la charla telefónica con nosotros, sus amigos de siempre; la redacción de textos y la búsqueda constante de convertir en letra escrita el recuerdo incesante, ocupaban su mente y distraían, al menos por momentos, su conciencia siempre lúcida e inquietante. Sufría por la impotencia vital y sucumbía, a veces sin darse cuenta, a las urgencias de la pasión de antaño. El recuerdo, los recuerdos, le abrumaban y poblaban su mente insatisfecha y sus ansias de combate. Como diría el poeta Miguel Hernández: “ansioso de una batalla / sediento de una explosión…”
En la madrugada del pasado jueves primero de noviembre, mi amigo y compañero del alma rindió sus lanzas y asumió la muerte. Sus cenizas, por petición propia, serán repartidas entre su Costa Rica vital y la Nicaragua de sus amores, en donde quiso que fueran esparcidas junto a la tumba de Carlos Fonseca, el fundador del antiguo Frente Sandinista y ex compañero suyo de prisión. Ojalá que los honores que se le negaron en vida, no le sean negados en su muerte. ¡Ojalá!