Por Gabriel Otero
Ocho días es nada, es mucho, es todo. Para un fumador pernicioso omitir el tabaco en ese lapso es la eternidad, para quien deja de fumar es su paulatina desintoxicación de la nicotina, droga cinco veces más adictiva que la heroína. La primera sustancia es legal y produce 11 mil muertes por día y la segunda es satanizada y genera menos de 200 muertes por año. Ello es reflejo de la doble moral latente en gobiernos y sociedades.
Para evitar enojarse es mejor no averiguar las posturas ambiguas de los estados con las compañías tabacaleras, éstas aceptan las cargas impositivas que sean, total los consumidores pagan tasas arriba del 350 % sobre costo por cajetilla que financian todas las campañas gubernamentales contra el tabaco.
Dos décadas y media anduve echando humo por la vida y dejé de hacerlo por las mismas razones por las que empecé: la libertad de envenenarme a fuego lento y luego despojarme del vicio tirano de consumir treinta cigarros diarios.
Hace ocho días asistí a la clínica de Allen Carr, autor de numerosos libros de ayuda, cuyo método para dejar de fumar es altamente efectivo: cinco horas de psicoterapia y otra de hipnosis colectiva. No es un tratamiento barato, hay que llamar con meses de antelación para concertar la cita y estar conscientes de que ese momento marcará un hito en la historia individual.
Llegamos un grupo de dieciséis fumadores, no teníamos idea de cómo abandonaríamos el tabaquismo, quien conoce esa adicción sabe las amplias connotaciones de servilismo y esclavitud que uno puede llegar a tener por el cigarro.
Yo cabeceaba en las terapias, las verdades a veces aturden, tanto que llegan a causar una somnolencia letal, hubo un momento en que escuchaba lejos la voz de la instructora solo para volverme a arrullar a la siguiente frase.
Y se anunciaron las buenas nuevas: estábamos a punto de desertar de las filas de los tobacco’s yunkies y se nos pidió prender, en silencio, el último cigarro.
Me supo horrible el shot de alquitrán y monóxido de carbono, lo apagué de inmediato, pero como era el cigarro postrero lo volví a encender presuroso, se me ocurrió la ridiculez de imaginar que la humareda nunca ha tenido algo de poético. Además, para completar el círculo había que tirar cajetilla y mechero en una especie de montaña-mausoleo para que quedara constancia de nuestra voluntad expresa de renunciar al hábito degradante de fumar.
Al regresar de las exequias tabacaleras nos aconsejaron la mejor manera de sobrellevar las primeras 96 horas de abstinencia: si te da hambre come fruta, bebe mucha agua y no sufras sé positivo.
Y salimos de la clínica, mi primer deseo fue encender un cigarro, me contuve, me causó pena sentir esas ganas irrefrenables de llenarme de humo los pulmones.
Pero siguieron los síntomas de continencia: me dormí antes de las diez de la noche y desperté a las tres de la madrugada y recordé el enorme placer del primer cigarro en la mañana y de los fumados después de cada comida.
Y las sensaciones fueron in crescendo hasta que comprendí que la ansiedad es algo para prescindir, ocho días no es nada, es mucho o es todo porque vale la pena dejar de fumar.