Vayamos al grano. El primer problema es que tenemos al frente del gobierno a un movimiento –Nuevas Ideas– que a un año de su llegada al poder todavía no ha logrado constituirse en un partido político con sus niveles de dirección bien articulados, con sus reglas de juego internas, con su programa ideológico definido y expuesto a los ciudadanos. Si dicho partido existiera y tuviese vida y autonomía más allá del presidente, en este momento estaría forjando, en la vida política cotidiana, nuevos liderazgos que serían quienes en el futuro relevarían a Bukele.
Por otro lado, es innegable que Nuevas Ideas ha tenido mucho éxito en su marketing político con las masas del país, pero tal parece que no ha logrado conectar muy bien con nuestras elites ilustradas. Entre las elites ilustradas es donde generalmente los partidos reclutan a sus ideólogos, a sus equipos de gobierno, a sus dirigentes. Esta mala relación de Bukele con “la elite profesional” es posible que empobrezca ideológicamente a su organización política y que, además, la prive de cuadros competentes.
Establecido esto, cabe hacer una lógica previsión: Dado que Nuevas Ideas es y seguirá siendo Bukele, es muy probable que intente en un futuro próximo modificar la Constitución para poder reelegir a su líder como presidente de la república. Las carencias que hasta el momento han acompañado a Nuevas Ideas (resumibles en la falta de una sólida y competente estructura política interna que limite la voluntad de su líder carismático) vuelven preocupante la posibilidad de que Bukele llegue a controlar los poderes ejecutivo y legislativo de nuestro estado y consiga postularse para un segundo mandato..
Y aquí aparece el segundo problema: el riesgo que acabo de señalar sería menos grande, si en la oposición hubiese partidos con capacidad de aprender de sus derrotas electorales, partidos con capacidad de refundarse y reinventarse si las circunstancias así lo exigieran, pero no es nuestro caso, Arena y el Frente son dos carcasas envejecidas, marrulleras y sin capacidad de reacción, lo que resta de lo que un día fueron dos partidos políticos poderosos. Después de la gran derrota de febrero del año pasado, Arena y el Frente hicieron lo que no debían hacer: cambiaron para no cambiar. Han dilapidado el poco tiempo político que les quedaba para preparar el segundo asalto de su combate electoral contra Bukele. Conforme nos acerquemos a la fecha de esas elecciones, lo más probable es que los dirigentes de uno y otro partido cobren conciencia de que hasta las siglas históricas de sus organizaciones conspiran ahora para hundirlos. Toda esta generación de líderes procedentes de la guerra deberá asumir que hay un cambio de ciclo que quizás los obligue a rebautizar sus partidos y a lanzar por la borda todo el lastre que los hunde. Harían bien las cúpulas históricas de Arena y el Frente en reconocer que el tiempo del baile para ellos y ellas se acabó.
La impotencia y la terquedad de estas burocracias políticas envejecidas posiblemente las aboque a un tercer acto peligroso: si no son capaces de vencer electoralmente al caudillo, lo intentarán por otros medios, tal como ya hicieron antes. Y este tercer acto sí que nos acercaría verdaderamente al umbral de un golpe de estado.
Y la parálisis de la cual hablo es la de una intelectualidad refugiada en el constitucionalismo liberal para intentar comprender y juzgar un presente que se le escapa. Ya, Bukele amenaza la división de poderes, sí, pero qué placas tectónicas se desplazan y chocan en el subsuelo de nuestros procesos políticos. El Constitucionalismo liberal solo vale para medir y juzgar los desvíos en la superficie de nuestra política, pero no explica qué sucede en sus profundidades.
No hay aprendiz de intelectual que no condene la estupidez de los nayibers, pero es raro quien intenta explicar la estructura y la función de una mentalidad política portadora de un doble rechazo contra Arena y el FMLN. La obvia estupidez de los nayibers altera tanto el paisaje de las mentalidades políticas que gobernaron nuestra posguerra que uno de sus asombrosos efectos es que ha terminado convirtiendo en aliados de facto a dos antiguos enemigos políticos (Arena y el Frente).
Creer que nada ha cambiado es un error. A las inercias políticas les siguen nuestras inercias intelectuales. Estamos desconcertados, añorando la presencia del héroe ante la amenaza del villano. Solo que en esta historia no hay héroes. Difícilmente pueden ser adalides de la democracia quienes durante años la han envilecido.
Hace falta un tercer discurso en este baile, pero nuestra intelectualidad está paralizada y simulando que piensa al redactar pequeñas glosas de la cambiante eventualidad política.