Mi cobertura dio inicio en octubre con la llegada de la caravana de hondureños a tierras salvadoreñas en la frontera El Amatillo. Me extrañó encontrar un grupo pequeño en comparación con la primera caravana. Al interactuar con algunos de ellos, me enteré que la mayoría viajaba sin documentos. Por la noche fui testigo de ruegos y alegatos, los hondureños intentaban, desesperadamente, convencer a los policías para que los dejasen cruzar la frontera. Ante la falta de respuesta, el pequeño grupo decidió atravesar el río Goascorán. Algunos pusieron en riesgo su vida. Mentalmente relacioné las imágenes y las historias que cuentan el infierno de cruzar el río Bravo. Esa situación se estaba repitiendo con el mismo dramatismo, pero ahora para poder ingresar a El Salvador.
A finales de octubre partió la primera caravana de salvadoreños. Junto a ellos hicimos el recorrido de más de 400 kilómetros hasta llegar a Ciudad Tecún Umán. En ese punto se lograron reunir miles de centroamericanos con un objetivo en común: caminar para ingresar a Estados Unidos.
El drama de los migrantes es doloroso. Lo es más cuando son compatriotas, es fácil reconocerse en esos padres, hermanos, madres, hijos que, para sobrevivir, han optado por arriesgar su propia vida. Al hablar con ellos todas sus historias coinciden: “estoy huyendo de la pobreza, de la violencia”. Son personas que en El Salvador consideran su existencia como una “muerte en vida”.
Es difícil no llorar al ver a esos cientos de personas celebrando con frenesí su cruce hacia México, cuando lo más duro y peligroso todavía está por venir.