Por Ian Buruma
BERLÍN – Probablemente el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan no necesitaba los votos de los ciudadanos turco-alemanes y turco-holandeses para vencer en la reciente elección presidencial. Aun así, Erdoğan obtuvo la mayoría de los votos internacionales, entre ellos, casi el 70 % en Alemania y los Países Bajos. Como no todos los alemanes y holandeses de origen turco votan en las elecciones de Turquía, hay que manejar esas estadísticas con precaución, pero parece que el nacionalismo turco de derecha resulta muy atractivo para quienes cuentan con doble ciudadanía. Y esos nacionalistas en el extranjero suelen demostrar con fuerza sus convicciones: dan vueltas en automóvil por las ciudades alemanas haciendo sonar sus cornetas y gritando eslóganes políticos.
Esas demostraciones tienen un aire de desafío, una estruendosa variante de la política de identidad, y funcionan como un signo para la población mayoritaria de que la minoría étnica también tiene voz. Pero también representan una tendencia más amplia: ciertos miembros de las comunidades inmigrantes suelen ser más extremos con la política de sus países de origen que aquellos ciudadanos que aún residen allí.
Los separatistas jalistaníes que buscan un país sijista independiente en Punyab, por ejemplo, a veces vociferan más en Canadá o el Reino Unido que en la India. De igual manera, el Ejército Republicano Irlandés recibió un generoso apoyo financiero de los estadounidenses de ascendencia irlandesa, los nacionalistas hinduistas prosperan en algunas partes de Gran Bretaña y los islamistas radicales han encontrado terreno fértil para el reclutamiento en la ciudades de Europa Occidental. Aunque esto refleja en parte la mayor libertad política que existe en Occidente, hay otros factores que también explican por qué algunos inmigrantes de segunda generación se sienten atraídos por el nacionalismo de derecha.
Una explicación común es la relativa falta de integración de las minorías no occidentales o no cristianas nacidas en Europa. A menudo se culpa por esto a la intolerancia y los prejuicios de las poblaciones mayoritarias o a aquellos clérigos extremistas que difunden mensajes radicales y hasta violentos en las mezquitas y otros sitios religiosos.
Tal vez haya algo de verdad en esos argumentos. No es nuevo ni sorprendente que a algunos inmigrantes de segunda y tercera generación de países con tradiciones culturales y religiosas muy diferentes les cueste ajustarse, adaptarse o asimilarse, y que a veces eso les resulte humillante, pero el problema se acrecienta por la sensación aún mayor de alienación que muchos inmigrantes sienten frente a sus países de origen.
En el libro que publiqué en 2007, Asesinato en Ámsterdam, exploré la historia de Mohammed Bouyeri, un holandés hijo de inmigrantes marroquíes. Al principio Bouyeri parecía haberse integrado perfectamente: un inmigrante de segunda generación a quien le encantaban el fútbol, la cerveza y el rock, pero una serie de reveses personales lo embarcaron en un viaje radical que lo transformó en el revolucionario islámico que en 2004 asesinó a Theo van Gogh, un destacado crítico holandés del islam. Se sentía ajeno y despreciado en su país natal, pero un viaje a la aldea marroquí de sus padres le hizo darse cuenta de que nunca podría encajar allí tampoco.
Una forma de islamismo especialmente extrema, difundida a través de una red en línea de sitios web revolucionarios en inglés, ofreció a Bouyeri una sensación de orgullo y pertenencia. Aunque se sentía distanciado tanto de los Países Bajos como de Marruecos, encontró una comunidad entre un grupo de inadaptados vengativos y enojados, que mostrarían al mundo que debía tenerlos en cuenta… si hacía falta, mediante actos de violencia.
Esta alienación causó muchos perjuicios y afectó tanto a las comunidades de inmigrantes locales como a la dinámica política en el extranjero. Aunque los extremistas siempre son minoría, sus acciones proyectan una sombra sobre sus comunidades. Cada acto de violencia islámica, por ejemplo, genera una presión excesiva sobre los musulmanes pacíficos, incluso aquellos que nunca visitaron una mezquita, y los obliga a demostrar que no están complotados con los terroristas.
Los exponentes radicales de las minorías religiosas y étnicas son naturalmente más activos que la mayor parte de la gente que solo desea que la dejen en paz para seguir con su vida. Y los radicales a veces se comportan como si fueran los representantes de sus distintas comunidades. En 2004 por ejemplo, Gurpreet Kaur Bhatti, una dramaturga británica de ascendencia sijista, recibió amenazas de muerte y tuvo que esconderse después de escribir una obra sobre violencia en un templo sijista. Cuando se canceló la presentación programada de la obra, una vocera de los manifestantes afirmó que esa era una victoria para la comunidad sijista. Los políticos nacionales y locales suelen recurrir a esos voceros no electos, aun cuando los activistas y manifestantes tal vez no representen en absoluto las ideas de sus supuestas comunidades.
La mayoría de los sijistas, hinduistas, kurdos, turcos y miembros de otras minorías no son extremistas ni etnonacionalistas; pero quienes, jóvenes en su mayoría, no se sienten a gusto en sus países natales o en ninguna otra parte, exacerban los prejuicios y la agresión de la población mayoritaria, y refuerzan las fortunas de los movimientos extremistas en los países que sus padres y abuelos dejaron atrás.
Erdoğan es un estratega político astuto y cínico que no necesita un título en sociología para percibir los problemas que enfrentan los inmigrantes turcos en Europa. Sabe que sus fantasías de grandeza otomana y el llamado a la pureza religiosa y étnica resuenan entre los inmigrantes que lidian con identidades frágiles… por eso instó a los ciudadanos turcos en el extranjero a resistirse a la asimilación. Probablemente eso empeore la vida de los inmigrantes, pero lo ayuda a él para la reelección… y ese es el punto.
Traducción al español por Ant-Translation
El último libro de Ian Buruma es The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit [El complejo de Churchill: la maldición de ser especial. De Winston y FDR a Trump y la brexit] (Penguin, 2020).
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