Hace unos días informaba Jesús Bastante en Religión Digital de un gesto que calificaba de inédito: la presentación que ha hecho la teóloga francesa Anne Soupa, de 73, de su candidatura al arzobispado de Lyon tras la dimisión (¿o cese?) del cardenal Bambarin. La misma Anne Soupa reconoce que es “una provocación”. Pues bien, en este artículo intentaré razonar cómo esta iniciativa, aun siendo inédita hoy, no lo fue durante varios siglos del cristianismo y que la “provocación” está justificada teológicamente.
Durante los últimos treinta años han aparecido numerosos documentos y declaraciones de teólogos y teólogas, grupos de sacerdotes y religiosos, movimientos cristianos y organizaciones cívico-sociales, e incluso de obispos y cardenales de la Iglesia católica pidiendo el acceso de las mujeres al sacerdocio. Tales documentos consideran la exclusión femenina del ministerio sacerdotal como una discriminación de género que es contraria a la actitud inclusiva de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo, va en dirección opuesta a los movimientos de emancipación de la mujer y a las tendencias igualitarias en la sociedad, la política, la vida doméstica y la actividad laboral.
El alto magisterio eclesiástico responde negativamente a esa reivindicación, apoyándose en dos argumentos: uno teológico-bíblico y otro histórico, que pueden resumirse así: Cristo no llamó a ninguna mujer a formar parte del grupo de los apóstoles, y la tradición de la Iglesia ha sido fiel a esta exclusión, no ordenando sacerdotes a las mujeres a lo largo de los más de veinte siglos de historia del catolicismo.
Esta práctica se interpreta como voluntad explícita de Cristo de conferir sólo a los varones, dentro de la comunidad cristiana, el triple poder sagrado de enseñar, santificar y gobernar. Sólo ellos, por su semejanza de género con Cristo, pueden representarlo y hacerlo presente en la eucaristía.
Estos argumentos vienen repitiéndose sin apenas cambios desde hace siglos y son desarrollados de manera sistemática en varios documentos de idéntico contenido a los que apelan los obispos cada vez que los movimientos cristianos críticos y la teología feminista reclaman el sacerdocio para las mujeres: la declaración de la Congregación para la Doctrina de la fe Inter insigniores (15 de octubre de 1976), durante el pontificado de Pablo VI, y dos cartas apostólicas de Juan Pablo II: Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) y Ordinatio sacerdotalis. Sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres (22 de mayo de 1984). La más contundente de todas las declaraciones al respecto es esta última, que zanja la cuestión y cerraba en falso un debate que sigue abierto:
“Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión … que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
Es verdad que la historia no resulta pródiga en narrar casos de mujeres sacerdotes. Esto no debe extrañar, ya que la historia de la Iglesia ha sido escrita por varones, en su mayoría clérigos, y su tendencia ha sido a ocultar el protagonismo de las mujeres en la historia del cristianismo. “Si las mujeres hubieran escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra manera, porque ellas saben que se les acusa en falso”. Esto escribía Cristina de Pisan, autora de La ciudad de las damas (1404).
Sin embargo, importantes investigaciones históricas desmienten tan contundentes afirmaciones del Magisterio eclesiástico, hasta invalidarlas y convertirlas en pura retórica al servicio de una institución patriarcal. Entre los estudios más relevantes al respecto citó tres: Mujeres en el altar. La rebelión de las monjas para ejercer el sacerdocio, de Lavinia Byrne, religiosa expulsada del Instituto de la Bienaventurada Virgen María por publicar este libro; Cuando las mujeres eran sacerdotes, de Karen Jo Torjesen, catedrática de Estudios sobre la Mujer y la Religión en Claremont Graduate School, y los trabajos del historiador Giorgio Otranto, director del Instituto de Estudios Clásicos y Cristianos de la Universidad de Bari.
Los he leído detenidamente durante el confinamiento con gran interés y he aprendido lecciones históricas sobre momentos estelares del cristianismo en los que hombres y mujeres compartían las responsabilidades ministeriales en la comunidad cristiana sin “el coctel tóxico de sexismo y misoginia” (tomo la expresión de Martha Nussbaum), que existe actualmente.
En ellos se demuestra, mediante inscripciones en tumbas y mosaicos, cartas pontificias, otros textos y una sólida fundamentación teológica, que las mujeres ejercieron el sacerdocio católico durante los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia. Veamos algunas de estas pruebas que quitan todo valor a los argumentos del Magisterio eclesiástico.
Debajo del arco de una basílica romana aparece un fresco con cuatro mujeres. Dos de ellas son las santas Práxedes y Prudencia, a quienes está dedicada la iglesia. Otra es María, madre de Jesús de Nazaret. Sobre la cabeza de la cuarta hay una inscripción que dice: Theodora Episcopa (=Obispa). La a de Theodora está raspada en el mosaico, no así la a de Episcopa.
En el siglo pasado se descubrieron inscripciones que hablan a favor del ejercicio del sacerdocio de las mujeres en el cristianismo primitivo. En una tumba de Tropea (Calabria meridional, Italia) aparece la siguiente dedicatoria a “Leta Presbytera”, que data de mediados del siglo V: “Consagrada a su buena fama Leta Presbytera vivió cuarenta años, ocho meses y nueve días, y su esposo le erigió este sepulcro. La precedió en paz la víspera de los Idus de Marzo”. Otras inscripciones de los siglos VI y VII atestiguan igualmente la existencia de mujeres sacerdotes en Salone (Dalmacia) (presbytera, sacerdota), Hipona, diócesis africana de la que fue obispo san Agustín cerca de cuarenta años (presbiterissa), cerca de Poitires (Francia) (presbyteria), en Tracia (presbytera en griego), etc.
En un tratado sobre la virtud de la virginidad, del siglo IV, atribuido a san Atanasio, se afirma que las mujeres consagradas pueden celebrar juntas la fracción del pan sin la presencia de un sacerdote varón: “La santas vírgenes pueden bendecir el pan tres veces con la señal de la cruz, pronunciar la acción de gracias y orar, pues el reino de los cielos no es ni masculino ni femenino. Todas las mujeres que fueron recibidas por el Señor alcanzaron la categoría de varones” (De virginitate, PG 28, col. 263).
En una carta del papa Gelasio I (492-496) dirigida a los obispos del sur de Italia el año 494 les dice que se ha enterado, para gran pesar suyo, de que los asuntos de la Iglesia han llegado a un estado tan bajo que se anima a las mujeres a oficiar en los sagrados altares y a participar en todas las actividades reservadas al sexo masculino al que ellas no pertenecen. Los propios obispos de esa región italiana habían concedido el sacramento del Orden a esas mujeres y estas ejercían funciones sacerdotales con normalidad.
Un sacerdote llamado Ambrosio pregunta a Atón, obispo de Vercelli, que vivió entre los siglos IX y X y era buen conocedor de las disposiciones conciliares antiguas, qué sentido había que dar a los términos presbytera y diaconisa, que aparecían en los cánones antiguos. Atón le responde que las mujeres también recibían los ministerios ad adjumentum virorum, y cita la carta de san Pablo a los Romanos, donde puede leerse: “Os recomiendo a Febe, nuestra hermana y diaconisa en la Iglesia de Cencreas”.
Fue el concilio de Laodicea, celebrado durante la segunda mitad del siglo IV, sigue diciendo el obispo Aton en su contestación, el que prohibió la ordenación sacerdotal de las mujeres. Por lo que se refiere al término presbytera, reconoce que en la Iglesia antigua también podía designar a la esposa del presbítero, pero él prefiere el significado de sacerdotisa ordenada que ejercía funciones de dirección, de enseñanza y de culto en la comunidad cristiana.
En contra de conceder la palabra a las mujeres se manifestaba el papa Honorio III en una carta a los obispos de Burgos y Valencia, en la que les pedía que prohibieran hablar a las abadesas desde el púlpito, práctica habitual entonces. Estas son sus palabras: “Las mujeres no deben hablar porque sus labios llevan el estigma de Eva, cuyas palabras han sellado el destino del hombre”.
Estos y otros muchos testimonios que podría aportar suelen ser rechazados por el Magisterio papal y episcopal, así como la teología de él dependiente y los historiadores sometidos a la ortodoxia romana, alegando que carecen de rigor científico. “La ordenación sacerdotal – afirma Juan Pablo II-, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a los apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, ha sido reservada siempre en la Iglesia católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las iglesias orientales”. Esta opinión es desmentida por los historiadores y por no pocos y pocas exegetas del Nuevo Testamento, que han estudiado el tema en profundidad. Por ello carece de rigor científico y no puede constituir el fundamento de la normativa actual sobre el tema.
El historiador italiano citado Giorgio Otranto expresa su malestar por tal actitud descalificatoria en estos términos: “Lamento tener que decirlo, pero a menudo los historiadores, sobre todo los historiadores católicos, han rechazado estas pruebas y las han considerado sin valor alguno, como si no aportaran nada a la imagen total.
Ha habido represión, un intento de apartar a un lado ciertas fuentes históricas a veces por conformismo, a veces por prudencia y a veces por aquiescencia. No digo que ello se haya hecho de mala fe, pero no cabe duda de que el prejuicio según el cual las mujeres no pueden ejercer funciones sacerdotales ha dado lugar a que algunas pruebas se interpretaran erróneamente”.
Yo pregunto: ¿quiénes son el papa, los cardenales y los obispos, incluso quiénes somos los teólogos, para juzgar sobre el valor de las investigaciones históricas? La verdadera razón del rechazo son los planteamientos teológicos patriarcales. El reconocimiento de la autenticidad de esos testimonios debería llevar a revisar las concepciones androcéntricas y a abandonar las prácticas misóginas. Y a eso no parecen estar dispuestos.
Prefieren ejercer el poder autoritariamente y en solitario encerrados en la torre de su “patriarquía”, a ejercerlo democráticamente y compartirlo con las mujeres creyentes, que hoy son mayoría en la Iglesia católica y, sin embargo, carecen de presencia en sus órganos directivos y se ven reducidas a la invisibilidad y al silencio.