El 24 de marzo de 1980 se dio el incalificable asesinato del Arzobispo, Monseñor Romero, cuya muerte evidenció luto general e incontables protestas a nivel nacional e internacional, con demandas posteriores por la impunidad del crimen.
El sepelio de Monseñor Romero, el 30 de marzo, fue otro acontecimiento que enardeció corajes e incendió conciencias, seis días después del asesinato. La indescriptible multitud, mezcla de dolor e indignación, llenaba por completo la Plaza Barrios, frente a la catedral Metropolitana en el centro de San Salvador. Las aceras del Palacio Nacional y de los edificios que rodean la plaza, abarrotadas de gente eran el marco de aquella impresionante concentración.
Yo estuve ubicado en el predio justo frente a la entrada principal de la Catedral, lugar donde se había erigido el altar para la misa fúnebre. Una tensa calma, sin visos hasta entonces de posibles e inquietantes brotes de violencia, gravitaba en la plaza y sus contornos, al inicio de la misa. Un árbol enorme nos regalaba abundante sombra.
Llegó la hora de la homilía. Monseñor Ernesto Corripio y Ahumada, obispo mexicano venido exclusivamente al funeral, pronunciaba frases relacionadas con el sacrificio y hacía referencia particular al martirio de Monseñor Romero. De pronto, una explosión o varias. El sobresalto unánime de todos, especialmente los que estábamos más próximos a la entrada de la Catedral. Pareció que en un sitio vecino al Palacio Nacional o al predio universitario, habían estallado lo artefactos explosivos. También se escucharon disparos que, posteriormente, se adjudicaron a Guardias Nacionales apostados en la planta alta del Palacio Nacional. Confusión total, tremenda. Y lo esperado, la gran desbandada sin sentido y sin brújula.
La gente trataba de huir atropellándose, todos buscando una salida entre aquel mar humano, cada vez más descontrolado y horrorizado. Los que pudieron ingresaron al templo saltando los muros laterales, otros tuvimos que buscar la calle más apropiada y libre. Frente a la Catedral había cuerpos desvanecidos o heridos por los golpes de quienes intentaban correr y gran cantidad de zapatos y otros objetos personales, tirados sobre el pavimento. En el interior del templo, quienes pudieron acompañaron al Obispo Mártir a la hora de su sepelio.
Desde antes del asesinato había signos que anticipaban tragedia. Monseñor Romero presentía su muerte. En una entrevista que concedió tres semanas antes del crimen, precisamente durante los días más difíciles de amenaza y represión, como una premonición evangélica Monseñor Romero, como para dejar constancia del inminente peligro que corría, había dicho unas palabras proféticas:
– “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin jactancia, con la mayor humildad…”
En una homilía, días después también habría dicho:
– “Que mi sangre sea semilla de liberación”
Y en otra:
– “Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás…”
Durante muchos años, militares, gobernantes, oligarcas y algunos poderes eclesiásticos, sus hermanos obispos y cardenales de curias y, lo peor, humilde gente del pueblo cegada por el discurso demagógico, guerrerista y extremadamente anticomunista; todos, han querido silenciar y enterrar la presencia de Monseñor Romero.
Después del asesinato del Obispo Mártir y durante la siguiente década, la impunidad seguiría en El Salvador. Una perversa Ley de Amnistía, decretada en 1992 y matizada como necesaria en un intento reconciliador entre los salvadoreños, además de oscuras maniobras judiciales, ha mantenido en la impunidad el abominable crimen de Monseñor Romero y de tantos salvadoreños y salvadoreñas, entre religiosos y seglares, a pesar de las demandas de justicia, a nivel nacional e internacional.
Con excepción del partido ARENA y sus seguidores, muchos testimonios confirman las acusaciones, pero todavía no se logra el esclarecimiento del crimen. La Comisión de la Verdad, el Vaticano y organismos de derechos humanos, señalan al fallecido mayor Roberto D´Aubuisson, fundador del derechista partido ARENA, como el responsable intelectual; y al capitán ílvaro Saravia uno de los coordinadores materiales del atentado.
Yo siempre estuve cerca de Monseñor, en lo personal y profesional. Siendo yo niño le conocí y le traté en San Miguel; después, en San Salvador. Pero, la culminación de mi cercanía con Monseñor Romero, se dio con mi declaración jurada de mi conocimiento sobre su vida cuando, el 31 de mayo de 1994, testifiqué ampliamente sobre su vida ante “el Tribunal que instruye la causa de canonización del Siervo de Dios, Monseñor Oscar Arnulfo Romero”, en la oficina respectiva del Arzobispado de San Salvador.
Durante una larga jornada de más de cuatro horas, mi condición de testigo reprodujo, al igual que lo hicieran los otros cerca de 40 testigos, toda mi vivencia y conocimiento sobre el pastor durante mi vida personal y profesional, hasta el fatídico instante aquel en que los escuadrones le quitaran la vida.
Muchos de los que aguardaron pacientemente la canonización, hicieron eco de la nominación San Romero de América, que diera anticipadamente a Monseñor Romero, el Obispo poeta brasileño don Pedro Casaldáliga.
Premonición y presentimiento positivos sobre la canonización, la cual -según denuncia conocida- pudo retardarse debido a intereses políticos en el Vaticano, conjugados con intereses oligárquicos de El Salvador. Pero, como Dios tarda pero no olvida, siguió viva la esperanza: y el 14 de octubre, en Roma, será canonizado un hombre bueno, a quien sus asesinos lo hicieron Santo. Su pueblo, desde mucho antes, lo había santificado.