Se habla de mi generación, la de la guerra, como si esta hubiese sido una especie de homogéneo bloque de cemento. Los prejuicios de la posguerra han ocultado nuestra trayectoria y nuestra heterogeneidad. En mi generación podríamos establecer un corte entre los que se quedaron en el país y entre aquellos que nos fuimos. No es que nos hayamos ido, sin más: fuimos esquirlas de una gran explosión.
A algunos la guerra civil nos lanzó a otros mundos. En esos otros mundos, nuestro lenguaje y nuestra conciencia iniciaron un viaje peculiar que todavía no ha sido explorado en la historia de nuestra cultura. Esa mirada extraña ha sido una perspectiva central en la forma en que hemos acabado redescubriéndonos a nosotros mismos en la posguerra.
Sin la mirada de los que se fueron no puede explicarse la forma en que ahora los salvadoreños se ven a sí mismos. Pero el provincianismo de los que se quedaron les impide reconocer que tienen una deuda con las visiones de los mal llamados hermanos lejanos.
A lo largo de los últimos cien años, uno de los rasgos que definen a nuestro país es que, por diversos motivos, ha expulsado población. En 1932, mucha gente huyó de El Salvador. Dado que no se ha investigado ni relatado, la crónica de ese destierro aun no forma parte de la historia de nuestra cultura.
Siempre hemos tenido exiliados ilustres, Pedro Geoffroy Rivas fue uno de ellos. Y cómo podría negarse la importancia del exilio en la maduración literaria y filosofica de Roque Dalton. “Taberna y otros lugares” puede leerse como el libro de apuntes de un poeta exiliado.
En el siglo XX, la segunda gran oleada de destierros se dio en los años 80, pero, tal como es costumbre con nuestra precaria autoconciencia histórica, aún no hemos historiado ese fenómeno ni mucho menos investigado el impacto que tuvo en el desarrollo de la cultura salvadoreña en el último tramo del siglo pasado. ¿Puede explicarse el giro que han dado nuestras letras sin tomar en cuenta el retorno al país de algunos literatos exiliados?
A menudo se culpa a mi generación de ser inmovilista, pero tal juicio, en la medida en que generaliza indiscriminadamente, es falso. Un mínimo trabajo de archivo demuestra que una de las banderas de los literatos que retornaron al país en los años noventa fue la bandera de la búsqueda de una nueva literatura. Si dudan de lo que afirmo, lean los artículos que escribió entonces el retornado Horacio Castellanos Moya.
Cuenta la leyenda que han sido los jóvenes de los últimos veinte años quienes nos han liberado de la tutela literaria e ideológica de Roque Dalton. Un superficial trabajo de archivo demuestra que quienes empezaron a cuestionar con lucidez el mito de Dalton fueron Rafael Lara Martínez, Horacio Castellanos Moya, Ricardo Roque Baldovinos, Rafael Menjívar Ochoa, Miguel Huezo Mixco etcétera, etcétera.