Mi colega, la Piedra III

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Por Rafael Lara-Martínez

Desde Comala siempre…

Luego de aceptar mi condición de mancha —sucia e indeleble— alcé la vista.  Al menos, me hallaba en el suelo, bocarriba, enfocado hacia el cielo.  De lo contrario, adherido  a un muro, sólo observaría la acera y los pies que me pateaban.  Me asumiría en verruga. 

Tatuaje imprescindible como el ombligo, representaba ese malestar natal, sellado por vida.  Hacía abstracción del cambio.  Constante, permanecía hendido al centro de gravedad, juzgado marginal por los latidos intensos que lo ocultaban,  ya visualizaba las vitrinas. 

Hurgaba su contenido abierto al público.  También contemplaba las plantas que, entre las ventanas inferiores y su protección en veranda, atarían al paseante.  Por fin, aprendía a levantar los ojos y examinar la rodilla en gesto de amistad. 

Desentumía la rigidez de la piedra hacia el revoloteo de las hojas y de los pétalos.  Me nutría de las castañas que caían desperdigadas a mi lado. 

Nadie las recogía, pese a su valor alimenticio al interior de su grano.  A la coraza brillante, de un café lustroso, en reflejo del sol.  Eran el espejeo oscuro del  “Somos su complemento a la deriva”, me declaró una que me cayó en el lomo. 

Me pidió que salvaguardara a sus semejantes de ser trituradas por los pasos que sin consideración las molían hasta quedar hechas basuras.  “Yo, que un día fui flor, fruto en esperanza, brillo en clave, hoy termino en rastrojo”. 

A la altura de la vista, a veces más bajas, obligaban a encorvarse.  Las plantas delataban la misma vocación de reverdecer y desmoronarse, salvo en el encierro del invierno.  El invierno era esa maceta de tierra negra abonada en cuerpo que recubría las raíces del alma.  La arraigaba al suelo, sin otro deseo que deshojarse en el otoño. 

Mostrar la calvicie de su vejez, antes de reencarnarse en fruto.  El fruto maduro se desplomaba y me pedía que lo redimiera en alimento. 

De lo contrario, sería desperdicio y basura,  Era mejor reciclarlo como parte de mi cuerpo —aun si estuviera moribundo— que abandonarlo al destino de los pasos en destrozo.  Mi sangre castaña, las castañas en mi sangre fluían como río en otoño.

(*) El autor es Professor Emeritus, New Mexico Tech / [email protected]

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Rafael Lara-Martí­nez
Rafael Lara-Martí­nez
Investigador literario, académico, crítico de arte. Salvadoreño, reside en Francia. Columnista de ContraPunto.
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