Estas palabras de Christian Villalta se pudieron escribir en 1932 o en 1981, pero han sido escritas ahora en el 2016. Cambian los actores, cambia la circunstancia, cambia el momento histórico, pero hay una serie de pautas que le dan una vigencia casi intemporal a esta reflexión suya que paso a mostrarles entrecomillada:
"No todos valemos lo mismo. No en El Salvador. Por eso no todos tenemos agua (ni nos parece materia de un chiste estúpido). No todos tenemos a nuestros hijos en la escuela. No a todos nos toca hacer cola para recibir un “no hay” en el hospital. No a todos nos toca pagar renta. Ni la renta. Y no todos presenciaremos crímenes en los próximos días, aunque quizá todos nos los callemos".
En las dos grandes crisis del pasado y también en la que vivimos actualmente, una situación de ingobernabilidad conduce a las elites de nuestro país y a un sector importante de la población a creer que la única solución posible es el exterminio de “los otros” o la matanza purificadora.
Los otros, en el 32, fueron los indígenas y los comunistas; los otros, en la década de los 80, fueron los izquierdistas; los otros, ahora, son las maras. No afirmo que sean los mismos actores, ni que el sentido de su amenaza sea el mismo, solo afirmo que en distintos momentos de nuestra historia “el sistema” ha cerrado cualquier posibilidad de enfrentar a los otros –al problema que suponían y a las grietas que los originaban– con otras herramientas que no fueran la matanza purificadora.
Quienes festejan a los actuales grupos de exterminio, quienes aplauden la intervención del ejército en el control de las maras como si aquellos y este fueran el séptimo de caballería que acude a salvar a la nación rodeada por los salvajes, en el fondo refrendan los tradicionales valores autoritarios que confían en la masacre redentora como lo que resuelve a disparos aquello que debería haberse resuelto antes con otras herramientas. Si la guerra es el fracaso de la política, está claro que la política de la posguerra ha fracasado en El Salvador. El arte de gobernar consiste de alguna manera en apagar el fuego antes de que se convierta en un gran incendio. El arte de la política es el arte de evitar la gran confrontación utilizando la violencia y otras medidas para que las pequeñas amenazas no adquieran un tamaño que las vuelva ingobernables y conduzcan a esa gran masacre que es la guerra.
Deberíamos preguntarnos por qué nuestras elites y nuestra sociedad a lo largo de los últimos cien años no han sido capaces de evitar tres grandes ciclos de matanzas.
La violencia es el lenguaje con el que las maras se relacionan con el mundo. Por medio de ella se jerarquizan internamente, por medio de ella controlan a pequeños segmentos de la sociedad. La violencia, como lenguaje desnudo de la dominación, es el legado que los primeros pandilleros quizás asimilaron de nuestra guerra civil. Los pandilleros de alguna forma quizás sean los nietos de los escuadrones de la muerte. Y treinta años después, los nietos de los escuadrones siguen utilizando el disparo y la mutilación como una técnica de dominio. Estos muchachos terribles han reelaborado elementos de una cultura autoritaria subyacente y han creado con ellos una subcultura tribal y sectaria en la cual la violencia ya es una seña de identidad, un medio de vida y el poder que genera un botín acumulado brutalmente. Su violencia es una violencia a secas, depredadora, que ya no se apoya en otro argumento que en la ley del más fuerte. Resulta curioso, pero la ley del más fuerte es un principio central en nuestra manera de relacionarnos.
Y es que ahí donde privan los intereses del más fuerte se suele atropellar la lógica jurídica que regula las relaciones entre las personas en la sociedad civil, lo mismo que la lógica jurídica que regula las relaciones entre el Estado y la ciudadanía. Para que puedan consumarse las matanzas purificadoras es necesario que en algún punto se violen de forma metódica los derechos de aquellos que ya han sido condenados a muerte de manera extrajudicial. Esa suspensión de la legalidad se dio en los años 80 y es posible que también ahora se esté dando en algunas operaciones armadas en contra de las maras. En los 70 y los 80 del siglo pasado, fueron gobiernos autoritarios con fachada democrática quienes saltaron por encima de la ley en su lucha contra la izquierda. Hoy es la izquierda en el gobierno quien ve la ley como una camisa de fuerza que limita su lucha contra las maras. Sea como sea, las masacres purificadoras que una parte de nuestras elites y de nuestra población aplauden nos colifican como una cultura autoritaria, una cultura de la violencia.
Si no hay maneras complejas de enfrentarse al otro, si a la desnudez de su violencia solo le oponemos una violencia salvadora que se propone como un exterminio de las ratas, entonces está claro que no hemos aprendido nada a pesar de que somos una sociedad que en los últimos cien años ha vivido tres grandes ciclos de destrucción, tres grandes matanzas.