Por Ricardo Sol Arriaza
La convocatoria a una manifestación de fuerza, en las calles, por parte de un sector político de viejo cuño, además de la ofensiva mediática permanente, contra el gobierno del Presidente Bukele y la bancada legislativa del Partido Nuevas Ideas, se sustenta en el supuesto de que la democracia, construida en la posguerra civil en El Salvador, está siendo vulnerada y corre peligro. Esto obliga a una reflexión crítica sobre la realidad salvadoreña de hoy y del régimen construido en el período de posguerra civil.
En algún lugar leí que un periodista le preguntó a Winston Churchill sobre qué entendía por democracia, a lo que éste le contestó: La democracia existe cuando, si alguien toca la puerta de tu casa a las cuatro de la mañana, puedes estar seguro que se trata del lechero. ¿Qué encierra esta respuesta poco ortodoxa? No es difícil observar que este estadista, por una parte, destaca la relación que debería existir entre la democracia como régimen político con la seguridad de que las familias cuenten con condiciones para adquirir alimentos básicos. Pero, por otra parte, hace referencia a que, en una democracia, las persona deben contar con garantías de seguridad. Es decir que, en un caso similar, cuando toquen la puerta de nuestra casa a una hora poco usual, podemos estar seguros de que no se trata de un ladrón, un pandillero o una autoridad represiva quién llega a importunar para robar o para atemorizar por haber expresado tus ideas.
En los últimos años, en El Salvador, los calificativos de democracia o dictadura resuenan y se arguyen como epítetos para respaldar o descalificar al gobierno. Tales discursos se cruzan, como alguien dijo alguna vez, como dos barcos en la noche.
Partamos de reconocer que, en el fondo, lo que priva en sendos discursos es la preocupación sobre el rumbo del Estado salvadoreño. Esta preocupación debería asumirse con responsabilidad y con sano interés por mejorar el futuro del país, recurriendo a un debate sustentado en referentes históricos y datos empíricos. No obstante, muy pocas reflexiones apuntan en este sentido, quienes tienen un recto interés no promueven un debate a profundidad y quienes privilegian los epítetos no logran ocultar su interés desestabilizador. Esto incluso ha arrastrado hasta la academia. En consecuencia, predominan los discursos marcados por juicios preestablecidos, sea por intereses económicos o de banderillas políticas.
Sin duda, en un país que vivió una brutal guerra civil (sin hacer referencia a la conflictividad de las etapas históricas anteriores), que aún no encuentra el camino para superar los rencores y odios, deliberar sobre la democracia se vuelve un ejercicio difícil y hasta escabroso, pero indispensable.
En la coyuntura actual podemos observar dos comportamientos:
Uno, los partidos hegemónicos durante la posguerra no logran superar el trauma de su contundente derrota en las urnas y recurren a la estrategia de desacreditar al gobierno, endilgándole tendencias autoritarias, a su vez, privilegian tácticas desestabilizadoras antes que identificar o señalar la ruta que sensatamente podría conducir a un Estado democrático y de justicia social. Sin duda, con ello evidencian precisamente la debilidad del régimen que construyeron y su poca capacidad para apegarse a las reglas del juego democráticas.
Dos, por su parte, las fuerzas políticas actualmente en el poder tratan de consolidar su triunfo, a la vez que enfrentan al desafío de construir una nueva gobernanza. Para ello impulsan una estrategia, considerada ineludible, apegada al discurso electoral que les granjeó el favor del voto popular, la cual les exige desnudar y desarticular la modalidad de gobernanza construida durante la guerra civil y consolidada en la posguerra.
Dicha estrategia, -explícita o no- busca poner en evidencia los orígenes contrainsurgentes del cuerpo legal de viejo régimen, la constitución de 1985, y -en ese predicado- proponen una nueva Constitución Política. También consideran indispensable, -basados en las atribuciones legislativas y el amplio control sobre el parlamento-, renovar el poder judicial al que señalan como responsable de incumplir sus deberes de control sobre los actos de corrupción y las malas prácticas de gobernanza, construido durante el período de los gobiernos de contrainsurgencia, en plena guerra civil. A su vez, algunas de las iniciativas apuntan a desarticular políticas sociales y económicas excluyentes, propias del régimen de posguerra, como la Ley de pensiones, el sistema financiero, la débil seguridad social, entre otras. Pero, sin duda, el clímax del litigio político se centra en las iniciativas de la Asamblea Legislativa para poner en evidencia la modalidad de gobernanza del viejo régimen, es decir sus prácticas de cohecho y las alianzas políticas considerada espurias, ese es el propósito de las Comisiones parlamentarias creadas para investigar el financiamiento de lo que se identifica como “ONG´s de fachada” o el recurso a los “sobresueldos” pagados con la partida secreta o discrecional de la Presidencia de la República, recurso cuya práctica se inició en los gobiernos contrainsurgentes, durante la guerra civil y se continuaron en la posguerra.
Los destellos, estruendos y humos del choque de éstas estrategias políticas, ensombrecen la ruta que se requiere seguir para enfrentar el desafío, siempre pendiente para la sociedad salvadoreña: la construcción de un Estado democrático, que garantice una nueva gobernanza, sustentada en una institucionalidad que permita superar las carencias denunciadas, propias de la democracia incompleta o híbrida en la que predominaron las artes políticas oscuras y la corrupción, es decir el paso de esa “democracia” (parafraseando aquella frase de “socialismo real” podemos llamarla “democracia real”) practicada en el viejo régimen, (el que recibió el repudio ampliamente mayoritario de la ciudadanía en las elecciones del 2019 y del 2021), a una de democracia plena que asegure, no solo la gobernabilidad, sino la vigencia de derechos ciudadanos o una ciudadanía social.
Sin lugar a dudas este panorama configura un escenario de ruptura e inestabilidad. Es evidente que la cultura política democrática salvadoreña sigue siendo escaza. La institucionalidad que fue creada a imagen y semejanza de actores hegemónicos tradicionales se agrieta y muestra claras carencias. Esos mismos actores políticos/económicos y sus propios intelectuales orgánicos, hasta ahora hegemónicos, no parecen dispuestos a respetar los ritmos electorales para dilucidar en las urnas sus diferencias con quienes los vencieron en ese terreno.
La dificultad para reflexionar y debatir sobre la democracia en El Salvador, no sólo radica en el exaltado panorama político sino también en el predominio de una cultura política de choque, de confrontación, reflejada en el propio lenguaje predominante en los debates, cuyos cimientos -de larga data- se hunden en una historia autoritaria de viejos regímenes oligárquico-militares, en continuo con las prácticas e ideología de los partidos que hegemonizaron la posguerra que se negaron a abandonar sus raíces: en el caso de ARENA, partido nacido de prácticas contrainsurgentes, nunca renunció a su lenguaje militarista ni sus símbolos guerreristas, en el FMLN, sus dirigente o comandantes, tampoco renunciaron a sus modalidades de liderazgo -de mando vertical, autoritario y excluyente- con la que se construyeron las organizaciones político-militares que llegaron a formar el FMLN.
Reflexionar sobre la democracia, en esta coyuntura y de cara a superar esa cultura política predominante, exige -en primer lugar-, disposición al diálogo, es decir respeto al otro y gallardía para aceptar e incluso asumir una idea que supere a la propia; en segundo lugar, presupone reconocer y respetar la pluralidad de actores, no siempre con intereses armónicos; en tercer lugar, quizás lo más complejo, asumir la autocrítica, lo que muchas veces implica reconocer realidades que preferimos no aceptar.
Para enfrentar ese desafío pendiente, de construir un régimen democrático en El Salvador, se vuelve indispensable analizar el tipo de Estado que ha predominado, para lo que se hace necesario referirse a indicadores sobre la calidad de la democracia. Para esto, continuaremos en un segundo artículo, explorando diferentes valoraciones hechas por distintos analistas e instituciones académicas sobre el Estado salvadoreño de posguerra y el tipo de ejercicio democrático en éste.