A medida que se acercan las fechas clave del calendario electoral, se acentúa y radicaliza el debate político entre los distintos actores participantes en el proceso. Es normal que así sea. Lo que no resulta tan normal es la escasa calidad del debate mismo, la relativa pobreza de sus términos y, sobre todo, el alto nivel de polarización personal y descalificación mutua que se evidencia. Ni la oposición, ni mucho menos el gobierno, parecen estar a la altura de los grandes desafíos que el país enfrenta y de la urgencia de creatividad, imaginación y audacia intelectual que la sociedad demanda de sus líderes, reales o supuestos, en tiempos de crisis.
Si ya la pandemia actual representa una tragedia de grandes proporciones y de efectos cataclísmicos en sociedades como la nuestra, imaginémonos por un instante la dimensión de los retos y desafíos que nos esperan en la época de pospandemia. Serán tiempos de creación y recreación de nuevos hábitos y costumbres, época para repensar los modelos de relacionamiento social, las prioridades en la organización económica, las novedosas jerarquías en la estructura comunitaria, la vinculación entre el hombre y la naturaleza y, en particular, las nuevas formas de hacer política y convivir en sociedad.
Uno de los grandes retos a enfrentar tiene que ver con la gobernanza política, es decir con la forma en que la sociedad y el Estado habrán de gestionar y procesar democráticamente la conflictividad social y, en particular, la de carácter político-electoral. Esto quiere decir, entre otras cosas, que la sociedad deberá contar con instrumentos apropiados de negociación y concertación para procesar los conflictos en forma civilizada y democrática.
Por los indicios que desde ya se advierten en el panorama político del país, por el alto grado de crispación partidaria y por la creciente y preocupante conflictividad social en ascenso, podemos concluir que los meses por venir serán intensos y difíciles. Y si esto es así, con mayor razón se vuelve necesario un debate realmente creativo, respetuoso, cargado de ingenio y novedad, alejado de los lugares comunes, las consignas vacías y, sobre todo, el insulto grosero y la descalificación implacable.
La pandemia del coronavirus nos abre una posibilidad inmejorable para la reconstrucción del Estado de derecho, para fortalecer las instituciones, asegurar la independencia de poderes y garantizar el necesario balance que toda sociedad democrática demanda. Es la ocasión propicia para iniciar un proceso real y profundo de despolitización partidaria de la institucionalidad pública. Es la hora de revivir los valores de la República mutilada y devolver a la ciudadanía su condición de ente social soberano y autónomo.
La oposición política tiene una valiosa oportunidad para exponer sus ideas, propuestas y planteamientos de cara al futuro de corto, mediano y largo plazo. Es la ocasión de mostrar su temple intelectual, su vocación transformadora y creativa, su empaque doctrinario que conceda sustento político a una nueva Honduras.
Pero, la verdad sea dicha, lo cierto es que el debate actual, el discurso opositor, con muy pocas excepciones, luce pobre y fracturado, sin novedad, repleto de lugares comunes y lemas tan aburridos como gastados. Se agota en la discusión sobre las fechas del proceso electoral y en torno a la viabilidad de celebrar o rechazar los ciclos electorales. No ven en las elecciones algo más que una competencia feroz y, si se puede, tramposa y desleal. No advierten que también son, o deben ser, un instrumento para frenar el régimen autoritario que la sociedad padece y abrir la puerta a nuevas formas de convivencia política y democrática. Los esfuerzos, lejos de agotarse en el insulto mutuo, deberían orientarse al saneamiento de los registros electorales, a la reforma de la legislación y el rediseño del sistema de partidos y de la vida política en general. La pandemia, además de su naturaleza trágica, contiene también las posibilidades de cambiar la sociedad.