domingo, 6 octubre 2024
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Los poetas nacen para amar y ser amados

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"Tenía 25 años y un cuerpo esculpido por la generosidad de la madre naturaleza, intentaba disfrazar su acento salvadoreño con el típico cantadito chilango, su cara le hacía los honores al resto de su anatomía, era una mujer crisol de deseos urgentes y sentimientos intensos": Gabriel Otero

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Por Gabriel Otero


Tenía 25 años y un cuerpo esculpido por la generosidad de la madre naturaleza, intentaba disfrazar su acento salvadoreño con el típico cantadito chilango, su cara le hacía los honores al resto de su anatomía, era una mujer crisol de deseos urgentes y sentimientos intensos.

Vivía en Lindavista, para ser exacto, a siete cuadras de mi casa, no se le  podía pedir más a la vida si a la mano se poseían el amor y la lujuria, aunque no en ese riguroso orden.

En teoría, y en la bendita práctica, ella me sedujo con todas las leyes del cuerpo, precisa y diligente, llegó inesperada a robarse mis vestigios personales de lo que llaman adolescencia.

Nos comíamos ansiosos cada vez que se podía y no le gustaba hablar de otra cosa más que de poesía.

Ella me sumergió en los océanos de la obra de Roque Dalton y era una más de su legión de enamoradas porque los poetas nacen para amar y ser amados.

Yo apenas trazaba mis primeros garabatos y de tanto tropezar aprendí que los versos están escritos en las mismas piedras y en todo lo que existe o lo que se inventa.

Con ella experimenté que lo carnal es lo absoluto y que los mañanas no importan si hoy no se viven los instantes. Su lema parecía ser que el tiempo es hoy aunque cueste la vida.

Es exquisito cuando el amor reside entre las piernas y se complementa entre oquedades, pero tiene la desventaja del hastío si brotan los celos y las territorialidades.

Ninguno de los dos estaba para ser propiedad del otro, yo mucho menos que ella, la sola idea del compromiso espantaba a los muertos, los andrógenos son volátiles y los ímpetus se me fueron apagando por los acosos.

Dos escenitas bastaron para asesinar la pasión: en una, obscenamente pública, se presentó en mi colegio en exámenes finales a cuestionarme a gritos el por qué no la había visitado en una semana; y en otra, aterradoramente privada, estuvo a punto de tirarse por la ventana con el pretexto de que yo no la quería más.

Sin embargo, sin reconciliación de por medio, nuestra despedida fue triste, se inscribió en un programa de refugiados en Canadá, y según supe, continúa brindándoles su gloria a los ángeles. Afortunados y tolerantes sean.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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