A mitad de los años ochenta (del siglo XX), cuando la guerra civil estaba en pleno desarrollo y casi nadie miraba más allá de ella –quizá porque se había afianzado la idea de que la misma tendría una duración imposible de determinar—, el P. Ignacio Ellacuría, compartiendo sus preocupaciones con el grupo de alumnos de filosofía, hablaba de la necesidad de mirar hacia el futuro, pues una vez terminada la guerra el país tendría que enfrentar desafíos extraordinarios, que dependerían de lo que se hubiera hecho, mal o bien, durante la etapa de conflictividad militar. Una de sus preocupaciones era, precisamente, que los actores principales en ese momento no estaban pensando en lo que se haría cuando la guerra terminara; no pensaban en que, cuanto más destruido quedara el país, más difícil sería su reconstrucción. De ahí los esfuerzos de este académico por promover una salida negociada a la guerra civil.
Con las debidas proporciones, pienso que, cuando se suscita una crisis de envergadura, como la que actualmente se padece por la pandemia causada por el coronavirus, la mirada postcrisis es más que pertinente. Me parece absolutamente perentorio atender las distintas situaciones generadas por la crisis, especialmente las de mayor impacto en la sociedad y sus grupos vulnerables. Pero no hay que perder de vista el escenario que se planteará una vez que la crisis haya pasado; y no sólo eso, hay que poner en marcha acciones y decisiones que nos permitan encarar de la mejor manera posible el contexto posterior a la crisis y sus desafíos.
La crisis causada por el coronavirus durará menos que la guerra civil, pero se trata de una crisis de impacto mundial, lo cual apunta a que, después de ella, se tendrá un escenario caracterizado por dinámicas económicas críticas repartidas por el mundo. Todo parece indicar que situaciones difíciles nos esperan en la etapa postpandemia; no se tiene que cerrar los ojos ante esas posibles situaciones difíciles, sino que hay que meterles cabeza y, en la medida de lo posible, ir preparando, desde ya, las condiciones para hacerles frente de la mejor manera.
En concreto, quiero compartir algunas preocupaciones y reflexiones sobre la educación en nuestro país. Una tarea inmediata, e ineludible, es asegurar que los alumnos en el sistema educativo no pierdan el contacto con los procesos formativos en el tiempo que dure la cuarentena y las actividades presenciales estén suspendidas. Se tienen que usar los recursos disponibles y otros que se diseñen a efecto de hacer más eficaz el acompañamiento educativo en el seno de las familias. Hay que tener claro que, en plano de la educación virtual, ni las herramientas tecnológicas disponibles, ni los contenidos formativos ni las destrezas en docentes y alumnos están en condiciones de reemplazar, en la totalidad del sistema y en lo inmediato, a la educación presencial.
Creo que poner el máximo empeño en lograr ese reemplazo, en un corto tiempo y a marcha forzada –y bajo el supuesto de que nunca más se volverá a las aulas— es un grave error. Y ello porque la transformación de lo presencial a virtual no es automática ni inmediata: requiere recursos y destrezas que no se obtienen por arte de magia, y requiere tiempo, más del que el “entusiasmo tecnológico” permite suponer. Un tiempo que es mucho más largo del que durará la cuarentena, incluso en el escenario más pesimista, digamos todo 2020. No habría manera de que en 2021 todo el sistema educativo tuviera su educación virtualizada y que niños y jóvenes siguieran en su casa dando continuidad a la experiencia de 2020. Sencillamente, no habría tiempo… Ni recursos.
¿Hay que dar la espalda a la educación virtual? Por supuesto que no. Se la tiene que impulsar, respetando los tiempos y la calidad requeridos, ahí donde sea oportuno y viable. En la actual situación del país, conviene utilizar los recursos tecnológicos disponibles en educación virtual para mantener a los alumnos en contacto con el aprendizaje, ahí donde ello sea posible y sin esperar maravillas. Y sin estar creyendo que, en unos cuantos días –por buena voluntad y buenos deseos—, se va a producir el relevo de lo presencial por lo virtual. Eso no es realista.
Esto me lleva a la reflexión sobre lo que se puede hacer en estas semanas o meses para preparar el mejor retorno de los alumnos a las aulas. Pienso que, entre las muchas cosas que se pueden hacer, una debe ocupar un lugar prioritario: propiciar que los maestros del sistema educativo, especialmente del público, tengan acceso a materiales formativos que puedan ser revisados, consultados o estudiados en casa por ellos y ellas, aprovechando estas semanas de inasistencia a las actividades docentes ordinarias. Estimo que la atención a los maestros, en esta coyuntura, debe ser una prioridad; que se debe aprovechar el tiempo del que disponen ahora –un tiempo que normalmente es escaso— para la formación y la autoformación. No pienso en complejas estrategias formativas, cuyo diseño lleve meses y que impliquen etapas formativas previas para quienes las diseñarán e implementarán, sino la planeación de acciones-medidas de apoyo expeditas que, en las semanas o meses inmediatos, permitan a los maestros potenciar algunas capacidades que les serán útiles cuando se reinicien las actividades escolares.
Las capacidades a potenciar pueden dividirse en metodológicas y de contenido. Y para ello se pueden preparar materiales de apoyo –desde reseñas de libros, pasando por síntesis teóricas, metodológicas o bibliográficas, hasta guías de preguntas o de recomendaciones— que se hagan llegar a los maestros en sus hogares. Los académicos experimentados del país podrían aportar en la elaboración de esos materiales formativos y, una vez validada su calidad –un equipo del Ministerio de Educación o del INFOD podría encargarse de esto—, esos materiales podrían repartirse entre el cuerpo docente. Quizás, para comenzar, se debería trabajar en materiales sobre temas metodológicos y de contenido fundamentales (y generales) que sean de utilidad común para la mayor parte de los docentes del sistema. Creo que dedicar tiempo a este tipo de autoformación no será tiempo perdido por parte de los maestros, ni por parte de quienes trabajen en los materiales de apoyo, sino todo lo contrario. Es estimulante imaginarse un escenario postemergencia con un número importante de docentes regresando a clases con nociones, conceptos y criterios metodológicos distintos, aunque sea un poco, de los que tenían antes de irse a sus casas por la cuarentena.
En fin, mi argumento es que, en esta coyuntura y en el ámbito educativo, la atención a los maestros de aula es una prioridad que se complementa con la otra constituida por los niños, niñas y jóvenes. La atención a los académicos experimentados del país, lo mismo que a los formadores de formadores, cuadros profesionales y técnicos experimentados, no es una prioridad en estos momentos. Más bien, las capacidades de estos grupos deben ponerse a trabajar en función de la atención a los maestros de aula. Un profesor mío en la UCA, cada vez que se topaba con alguien que terminada una carrera se matriculaba en otra, solía preguntarle ¿cuándo dejarás de estudiar y harás producir lo que mucho que has aprendido? Ese es un cuestionamiento ético y profesional que tendríamos que hacernos quienes, además de grados académicos superiores, tenemos en nuestro haber bastantes lecturas, cursos, diplomados, talleres y seminarios: ¿cuándo haremos producir lo que hemos aprendido y seguimos aprendiendo? El día en que midamos el desempeño profesional de una persona por lo que ha dado a los demás y no por lo que ha recibido –que es lo que se suele pedir en los atestados— ese día el mundo comenzará a cambiar en su jerarquía de valores. Podemos comenzar ya, con leves acciones, ese cambio.