viernes, 26 abril 2024

Los lí­mites de las protestas masivas en una dictadura

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LONDRES – Hong Kong no es Beijing. Y el 1 de julio de 2019 no es el 4 de junio de 1989. En primer lugar, en 1989 la violencia en China salió casi toda del lado del gobierno; durante las semanas anteriores, las manifestaciones en Beijing y otras ciudades habí­an sido notablemente pací­ficas. Es lo que sucedió también la mayor parte del tiempo en Hong Kong, hasta que unos pocos manifestantes jóvenes perdieron los estribos y asolaron el palacio del Consejo Legislativo con barretas y martillos.

Las manifestaciones masivas de las últimas semanas en Hong Kong nacieron en respuesta a una propuesta de ley de extradición entre la ciudad y China continental. Pero después de las primeras protestas, el proyecto se suspendió por tiempo indefinido. Las manifestaciones posteriores se debieron al malestar contra las crecientes restricciones impuestas por el Partido Comunista de China (PCC).

Las protestas de la plaza Tiananmen en 1989 comenzaron como una petición al PCC para que pusiera lí­mites a la corrupción oficial y ampliara las libertades civiles, que el pueblo de Hong Kong ya disfrutaba, incluso bajo el dominio colonial. El gobierno chino prometió que después del traspaso del control de Hong Kong del Reino Unido a China (el 1 de julio de 1997) esas libertades se mantendrí­an, pero ahora la promesa está en duda.

Pese a estas diferencias, hay importantes parecidos entre 1989 y la actualidad. Como las manifestaciones de Tiananmen, las protestas masivas en Hong Kong carecen de un liderazgo claro. No es casual: los movimientos de protesta no son partidos polí­ticos con jerarquí­as propias. De hecho, suelen oponerse a la noción misma de jerarquí­a. En parte por esto, las divisiones tácticas entre los manifestantes son difí­ciles de controlar.

En junio de 1989, cuando se volvió patente que el gobierno chino no iba a responder a las demandas de los manifestantes, y era cada vez más probable una represión violenta, algunos activistas aconsejaron cautela y propusieron a los estudiantes volver a casa y vivir para otra lucha. Otros creí­an que habí­a que seguir a toda costa. Si las autoridades elegí­an derramar sangre, allá ellas: sólo expondrí­an el fundamento criminal de un régimen ilegí­timo.

La segunda visión prevaleció, pese a los argumentos desesperados de los disidentes más viejos, que tení­an más experiencia en protestas contra el gobierno y habí­an sufrido muchas veces las duras consecuencias. Aunque simpatizaban con los estudiantes, estaban convencidos de que continuar las protestas masivas hasta el final provocarí­a una represión mayor. Los hechos les dieron la razón.

Ya en una democracia es difí­cil que las protestas callejeras produzcan algún efecto. En los sesenta hubo en Estados Unidos manifestaciones masivas contra la Guerra de Vietnam, pero pasaron años hasta que el gobierno finalmente abandonó ese conflicto brutal y sin sentido. El movimiento Occupy Wall Street de 2011 (donde jóvenes y viejos protestaron contra la desigualdad económica en los Estados Unidos) fue alentador, pero la disparidad entre ricos y pobres hoy es mayor que entonces.

Sin embargo, en una democracia liberal la opinión pública importa. Puede llevar algún tiempo, pero al final los gobiernos democráticos tienen que escuchar a sus ciudadanos, aunque más no sea para asegurarse la reelección. Pero lo que tal vez funcione contra un gobierno democrático no tiene la menor posibilidad de prosperar en una dictadura.

Por ejemplo, en tiempos de Mahatma Gandhi, la India no era una democracia, sino una colonia; pero la autoridad última del Imperio Británico en Londres era un gobierno democráticamente elegido que no podí­a hacer caso omiso de la opinión pública. Por eso las protestas de Gandhi tuvieron algún efecto. Pero este estaba tan convencido de que sus métodos no violentos eran el único modo de luchar contra gobiernos opresores, que exhortó a los europeos a practicar una resistencia pací­fica similar contra Hitler. Era una sugerencia impracticable.

Hong Kong nunca fue una democracia. Pero como colonia de la Corona hasta julio de 1997, tuvo algunos de los beneficios del modo de gobierno democrático, por ejemplo una prensa relativamente libre y un sólido sistema judicial independiente. En algunos aspectos, Hong Kong no ha cambiado mucho desde el traspaso (cuyo aniversario celebraban las autoridades hongkonesas al mismo tiempo que los manifestantes irrumpí­an en la legislatura). Sigue siendo una colonia semiautónoma, pero esta vez la potencia imperial es una dictadura, a la que poco importan la libertad de prensa, los tribunales independientes y ni hablar de las manifestaciones públicas.

Uno de los gestos más temerarios de la gente que ocupó el palacio legislativo en Hong Kong fue izar la bandera de la vieja colonia británica. Fue el peor insulto que podí­an hacerle a la República Popular China: mejor ser una colonia controlada por extranjeros que estar bajo el poder de un gobierno chino que se arroga legitimidad sobre la base del nacionalismo y el orgullo étnico.

La pregunta más importante para el pueblo hongkonés es si métodos que tal vez sean eficaces en una democracia pueden funcionar también en una dictadura (incluso desde un lugar de relativa y menguante autonomí­a). Es evidente que cualquier gobierno de Hong Kong sólo puede acceder a las demandas de la opinión pública hasta cierto punto. Los hombres y mujeres elegidos (por un electorado mí­nimo) para gobernar Hong Kong pasaron antes por el filtro del gobierno chino. Y los deseos de la potencia imperial no se pueden contrariar más de lo que hubiera sido posible bajo los británicos.

Hay sin embargo una pequeña chance de que la ciudadaní­a de Hong Kong consiga algunos cambios. La opinión pública no puede sacar un gobierno comunista eligiendo otro. Pero la RPC aspira a cierto grado de respetabilidad en el mundo. Enviar tanques a aplastar las protestas en Hong Kong dejarí­a muy mal parada a China (lo cual no implica que el gobierno no vaya hacerlo, si no ve más alternativa).

Las manifestaciones en Hong Kong ya obligaron a la jefa ejecutiva Carrie Lam a suspender una ley impopular. Pero las protestas sólo serán eficaces mientras sigan siendo pací­ficas. La mayorí­a de los chinos (incluso los que no están especialmente contentos con el régimen actual) tienen terror de la violencia y el desorden, de los que han visto demasiado en los últimos cien años. Si las protestas masivas en Hong Kong derivan en caos, habrá poca simpatí­a en China para los manifestantes, y a las autoridades del PCC les resultará mucho más fácil reprimir con la mayor violencia.

Traducción: Esteban Flamini

Ian Buruma es autor de A Tokyo Romance: A Memoir [Romance en Tokio: una memoria].

Copyright: Project Syndicate, 2019. www.project-syndicate.org

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Ian Buruma
Ian Buruma
Escritor, académico y analista internacional de múltiples medios de relevancia mundial. Analista de ContraPunto
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