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Los esquineros de La Dalia

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La década del sesenta fue una de las mejores para los jóvenes sonsonatecos, la integración económica de Centroamérica, la sustitución de importaciones y los buenos precios del café, algodón y azúcar en el mercado internacional hacia prosperar a las empresas agropecuarias, comerciales e industriales; el puerto de Acajutla se estaba construyendo y en sus alrededores se habí­an establecido varias empresas relativamente grandes; así­ también se estaba creando y fortaleciendo empresas públicas autónomas. Este auge de la producción hacia crecer el empleo y el ingreso de las familias. Se estaba ampliando la educación primaria y secundaria; la Universidad de El Salvador estaba realizando una reforma profunda lo que significaba una mejora de la calidad y ampliación del número de alumnos de nuevo ingreso. El cine, la música popular y la radio eran muy buenos; los jóvenes se identificaban con las orquestas y grupos musicales nacionales, los boleros, la cumbia y el baile del Xuc; algunos aprendí­an poemas de memoria para recitarlos al oí­do de sus novias, escribí­an cartas de amor sacadas de unos libritos impresos en España y México.

La mayorí­a de jóvenes la pasaban muy bien, aunque fueran relativamente pobres; se divertí­an y se enamoraban rápidamente. Los dí­as de concierto de la Banda Regimental en el kiosko del Parque (él único), las muchachas caminaban lentamente alrededor del mismo; las de familias relativamente pobres lo hací­an dentro del parque y las de familias más acomodadas por la calle recién pavimentada.

Un grupo de muchachos se sentaban en las gradas de un negocio llamado La Dalia, que estaba situado frente al Parque, para contar chistes, hablar de la gente, joderse entre ellos, fumar cigarrillos y los que tení­an un poco de dinero compraban un pan con gallina que vendí­a una señora enfrente de ellos. Estos muchachos se hicieron adultos, se casaron o acompañaron, tuvieron hijos y nietos, siguieron siendo amigos. Hace algunos años construyeron el edificio que ocupa el Banco Agrí­cola, en el sitio en que ellos se reuní­an, desaparecieron las gradas que les permití­a estar cómodos y observar a la gente que giraba y giraba alrededor del parque y dentro del mismo, siguiendo los acordes de los valses, marchas e incluso boleros, interpretadas por los músicos en servicio militar, pero todos ellos dormí­an en sus casas y algunos hasta tení­an otros trabajos.

La mayorí­a de esos jóvenes estudiaban en el Instituto Thomas Jefferson, competí­an por conquistar muchachas de los colegios cercanos, todos conocí­an a mi tí­o Hugo Granadino, mejor conocido como “el peluca”, porque utilizaba un bisoñé (peluca que sólo cubre la parte superior de la cabeza) para ocultar su calvicie temprana, era el Bibliotecario de dicho Instituto, pero también director de teatro, compositor musical y otras yerbas.

Hace unos dí­as fui a firmar una escritura de venta de una propiedad ante una abogada en Sonsonate, consumí­ casi una hora en el trayecto de la Terminal de Buses a las cercaní­a de la Carcelona, porque el taxi en que me conducí­a seguí­a los pasos de decenas de caballos muy finos, montados por sus dueños y dueñas, vestidos como rancheros acomodados. Habí­a comenzado la fiesta de Febrero, dedicada a la Virgen de Candelaria, santa patrona de esa ciudad. Todo el trámite se consumó en veinte minutos; me apresuré para alejarme del área del penal para poder hablar por teléfono con mi hermana, que habí­a llegado de los EEUU hací­a unos dí­as, para disfrutar de vacaciones. Me respondió su esposo, diciéndome que en ese momento estaban saliendo para ir a comer a un restaurante que se encuentra en la carretera panamericana, en las cercaní­as de Sonzacate.

Cuál fue mi sorpresa cuando llegué a ese restaurante, allí­ estaban celebrando su reunión anual, unos cuarenta sonsonatecos (residentes y emigrantes) que cuando eran jóvenes se reuní­an en la Esquina de La Dalia; ahora la mayorí­a de ellos son setentones, profesionales (odontólogos, administradores de empresas y contadores públicos principalmente) y el resto comerciantes e industriales, incluso uno de ellos es profesor de baile. El acompañamiento musical era de los años sesenta, algunas de las canciones eran interpretadas magistralmente por alguno de los asistentes. Al principio no reconocí­a a la mayorí­a de ellos, pero a medida que pasaron las horas y mis preguntas a los amigos que tení­a a mi lado, me fui recordando de los demás. Por supuesto que varios eran pelones, canosos, gordos, rencos y cegatones.

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Santiago Ruiz
Santiago Ruiz
Columnista Contrapunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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