Por Gabriel Otero
Para Don Julián Otero, adonde quiera que estés
Recuerdo cuando recién terminé la carrera de letras y estaba en el umbral de convertirme en profesionista. Crecer me causaba fobia y el síndrome de Peter Pan invadía cada poro de mi conducta, era yo un mantenido confeso, además, encantado de serlo.
La vida de estudiante en la Ciudad de México era maravillosa y era mejor cuando el cheque de manutención en dólares llegaba puntual a principios de cada mes. Los dólares se multiplicaban en pesos como panes debido a las fluctuaciones constantes de la moneda.
Sin duda, era feliz y no tenía preocupaciones, una mañana de primavera recibí noticias lejanas, mi papá decidió hacerme crecer rápido y sin trámite alguno, llegarían tres cheques más correspondientes a tres meses, al cuarto o retornaba a El Salvador y él me ayudada, o me quedaba a rascarme con mis uñas, y ante tal poder de persuasión, decidí volver al lugar en que nací.
Llegué a San Salvador el 31 de julio de 1989 un día antes de las vacaciones agostinas. Expulsado de mi paraíso personal de la Ciudad de México, arribé a la terminal de occidente con cinco cajas de libros, dos de discos, tres maletas llenas de ropa y la cabeza atiborrada de dudas.
Asfixiándome por el calor tomé el taxi hacia la colonia Toluca, iba a la casa familiar ubicada en una esquina desde donde se oteaba el Volcán de San Salvador en todo su esplendor.
El amor emanado del reencuentro es inolvidable, mi mamá, bendita como todas las mamás, intuía mis tribulaciones.
──No te desesperes── me dijo acariciándome las sienes.
──Al principio te va a costar como todo, pero Dios te dio el don de la inteligencia──afirmó convencida.
Después me entregó una máquina de escribir Olivetti roja junto a una resma de hojas.
──Esto es para que escribas cuando se te antoje, me encanta que hayas regresado a tu casa──me abrazó con toda su intensidad.
Su gesto me conmovió, era claro que las mamás son ángeles de la guarda. Pasando las vacaciones me dedicaría a buscar trabajo, no tenía idea de qué o en qué, mi sueño era escribir y publicar.
Mis versos habían debutado años atrás en una revista literaria llamada HeLo, de circulación ombligo céntrica, pero uno abandonaba el odioso anonimato al ver su nombre como autor, además había publicado un par de crónicas y reportajes en La Buhardilla y La Palabra, revistas estelares de la universidad y aún estaba fresco un trabajo de investigación periodística que habíamos hecho el amigo leonés José Luis Galiano y yo y que fue censurado misteriosamente de último momento por nuestros maestros.
Buena parte de la década de los ochenta viajé a El Salvador cada vez que pude, pero ahora la sensación de ausencia era al revés, extrañaba la algazara de la Ciudad de México.
En las vacaciones agostinas me convertí de nuevo en hijo de familia, mi papá estaba orgulloso de mi formación de letrólogo y me presumía con sus amistades. En los previos de la búsqueda de empleo me regaló un portafolio, como si ese artículo de cuero me confiriese poderes profesionales y formalidad, aunque mi currículo cabía en media cuartilla, además me compró ropa para la ocasión.
Toqué las puertas de universidades y periódicos, ninguno estaba interesado en reclutar a un novato, yo sufría los desplantes de quien me pusieran enfrente y a la semana me colmé del sol de mediodía y de una creciente frustración.
Mi vida dio un giro afortunado días después, Mauricio Santamaría, amigo de la familia que tenía un negocio de monitoreo y elaboración de síntesis de medios informativos, la extinta Insistem, me contrató para impartir un taller de redacción y me vinculó con Ricardo Chacón, corresponsal de la agencia EFE.
Así entré como aprendiz en ese centro generador de noticias, y comenzaron mis andanzas reporteriles, ahí conocí a periodistas de carácter alternativo, gente de primer nivel que llegaba por sus rollos de cables.
Ahí me le presenté a Francisco Valencia, director de Diario Latino, al que le di a leer una de mis crónicas y me ofreció la sección cultural del periódico, misma que se publicaba los sábados y que fue creciendo semana con semana.
Justo escribí mi primer texto cuando tuvimos que hospitalizar a mi papá por problemas cardíacos, viejas afectaciones cuyos remedios tenían caducidad.
En noches de güisqui había redescubierto a mi papá como un gran guía y mentor en larguísimas charlas, me decía que no había que tenerle miedo a la vida porque el futuro es un laberinto fruto de las decisiones propias, buenas o malas y me tocaría experimentar de todo y asumir las consecuencias.
En el hospital le leí mi crónica imaginaria sobre un perro que vivía debajo de los autobuses en la terminal de oriente, “el famélico can” un narrador testigo que había escapado varias veces de ser atropellado, pero se divertía de escuchar las tonterías de la gente.
Mi papá falleció a los 70 años el jueves 31 de agosto de 1989 a un mes exacto de mi regreso y no pudo ver mi primera publicación en Diario Latino, yo interpreté su muerte como si me pasara un relevo generacional y su vida entera de mano en mano.
Quedé huérfano de padre a los 23 años e inicié mi historia profesional.