Por Zarko Pinkas.
En teoría, los nazis fueron derrotados hace ochenta años. En los libros de historia, en los tribunales de Núremberg, en las películas de Spielberg. Pero en redes sociales, la historia parece retroceder con una sonrisa cínica y una pista de audio. En Instagram, Facebook, TikTok e incluso YouTube, circulan decenas de contenidos donde el símbolo del horror reaparece, disfrazado de meme o de “humor negro”, para entretener audiencias que muchas veces no entienden lo que están viendo.
Videos con fragmentos de caricaturas de los años treinta y cuarenta, extraídos de antiguos estudios como Merrie Melodies, muestran a un Hitler caricaturesco desfilando con paso firme al ritmo de la Marcha Érica, el himno militar que acompañó al régimen nazi. Otros videos, aún más cínicos, muestran gatos con bigote hitleriano y frases como: “No sé si darle comida o decirle que no invada Polonia”. La intención, aparentemente humorística, es solo la fachada: detrás de estos clips se esconde una operación semiótica clara, que banaliza símbolos del exterminio y los vuelve aptos para el consumo viral.
No estamos hablando solo de mal gusto. Estamos hablando de algoritmos que premian el impacto por encima del contenido, de audiencias que comparten sin contexto, y de plataformas que no actúan hasta que alguien denuncia manualmente. Y aún así, rara vez lo hacen. En Instagram, por ejemplo, se pueden reportar decenas de estos contenidos sin que ocurra nada. La lógica parece ser: si no hay sangre, no hay problema.
Este tipo de publicaciones no ocurre en el vacío. Generan cadenas de comentarios donde lo que empieza como sarcasmo termina en una exhibición abierta de racismo, antisemitismo y odio. Las frases más brutales aparecen con likes y emojis. La vieja consigna “nunca más” pierde fuerza frente a la viralidad sin memoria.
Pero el nazismo no es el único discurso de odio que ha encontrado casa en las redes. También abundan expresiones de homofobia, misoginia, islamofobia y xenofobia disfrazadas de “libertad de expresión”. En ciertos espacios, incluso el feminismo radical ha generado controversia por adoptar una retórica que promueve el desprecio hacia los hombres —una forma de misandria que, lejos de cuestionar el patriarcado, alimenta nuevas formas de odio. El resultado es una mezcla peligrosa donde la víctima de hoy puede ser el victimario de mañana, y donde todo se resuelve con filtros y humor corrosivo.
En un mundo que consume contenido en 30 segundos, el pensamiento crítico se evapora. Las plataformas, al priorizar la emoción sobre el contexto, convierten símbolos históricos en piezas decorativas. El horror se vuelve estética. Y la violencia simbólica, entretenimiento.
Algunos podrían decir que exageramos, que el humor siempre ha usado lo absurdo. Pero cuando se normalizan los íconos del odio, cuando se trivializa el genocidio, cuando se convierten en broma los crímenes del pasado, el problema deja de ser simbólico y se vuelve pedagógico. Estamos enseñando a las nuevas generaciones que todo es relativo, que nada duele, que todo puede ser compartido si es viral.
Esta banalización no es accidental. Es permitida —y hasta incentivada— por quienes tienen el control de los algoritmos y las reglas internas de las plataformas. No es justo culpar exclusivamente al usuario común, muchas veces ignorante del contexto o de los símbolos que circulan. La verdadera responsabilidad recae en las empresas que administran estos espacios. Son ellas quienes tienen la capacidad —y la obligación— de filtrar, revisar y establecer límites éticos, sin que eso implique censura.
Combatir el odio no es callar ideas: es impedir que el desprecio se convierta en norma disfrazada de entretenimiento. Hay una diferencia profunda entre permitir el debate y permitir la deshumanización.
Las redes sociales no inventaron el odio, pero sí lo han estetizado, amplificado y distribuido con eficiencia publicitaria. Lo han convertido en un producto.
Y si no detenemos ese ciclo, el odio no solo se volverá viral: se volverá parte del paisaje.