Como en la Villa del Señor, en este enrevesado universo de la sociedad civil hay de todo, y en el mundo específico de las llamadas Organizaciones No Gubernamentales (ONG) con mayor razón. Surgen, crecen y desaparecen con asombrosa facilidad. Mientras unas perduran y dejan huella, otras solo nacen para gestionar algún proyecto determinado y luego esfumarse en un anonimato sorprendente. Algunas logran construir espacios de influencia notorios y adquieren cierta influencia en la vida nacional. Otras, en cambio, no trascienden y se limitan a una existencia tan vegetal como bovina.
En las décadas finales del siglo anterior, brillaba con luz propia un sacerdote jesuita de origen español, destacado académico y estudioso profundo de la realidad centroamericana, llamado Xabier Gorostiaga. Era común encontrarse con Xabier en los diferentes eventos académicos que por entonces tenían como sede principal la capital costarricense. En uno de esos centros de análisis y debate, tuve oportunidad de escuchar algo que me llamó la atención por la agudeza fina que contenía. Según Xabier, en la década de los años ochentas, las únicas dos instituciones que más habían crecido en Centroamérica eran los ejércitos y las ONG. Tenía razón.
Un viejo amigo me aconsejaba siempre: hay que desconfiar de las organizaciones o de las personas que se definen por lo que no son. Si una asociación civil describe su naturaleza por su carácter no gubernamental, está apelando a una negación para sostener una afirmación identitaria. Sueña extraño, por no decir sospechoso, pero lo cierto es que las llamadas ONG, al definirse como tales, están remarcando su carácter no estatal, es decir su esencia ciudadana y privada. Entre las características principales que las perfilan deben mencionarse siempre su independencia frente al Estado, su pluralismo doctrinario y su diversidad positiva. Sin esos elementos, las verdaderas ONG no pueden ser ni funcionales ni democráticas. Tampoco deberían ser confundidas con la sociedad civil en su conjunto.
En los últimos años, las ONG se han puesto como de moda. A partir de la tragedia del huracán Mitch, a finales del siglo anterior, surgieron por doquier, como si fueran hongos después de la lluvia. Su reconocimiento como canales válidos para la colaboración transparente, les dio carta de ciudadanía y validez política ante la comunidad cooperante mundial. Muchos países, los nórdicos sobre todo, canalizaban buena parte de su ayuda a través de ONG de probada solvencia y eficacia operativa en tiempos de emergencia y caos. Ahí en donde funcionaban las ONG en estrecha colaboración con los órganos del Estado, especialmente con las municipalidades, los niveles de corrupción disminuían o desaparecían por completo. La vigilancia social funcionaba mejor y el control ciudadano operaba como obstáculo seguro para las maniobras de los corruptos.
A partir del huracán Mitch, las ONG crecieron y se convirtieron, muchas de ellas, en interlocutoras válidas de los agentes externos de la cooperación internacional. Y, por lo mismo, en contrapartes apropiadas para un diálogo positivo con el Estado. No todas lo entendieron así. Algunas quedaron convertidas desde su nacimiento en adversarias acérrimas de las instituciones públicas, rechazando la idea de poder funcionar como agentes asociados en las tareas del desarrollo. Otras llevaron su independencia a tal extremo que cerraron sus puertas y anularon cualquier posibilidad de entendimiento y colaboración conjunta. Y algunas, pocas por cierto, escogieron el camino fácil del colaboracionismo en extremo y quedaron convertidas en asociaciones paraestatales, subordinadas a los gobiernos de turno. Pero muchas de las ONG escogieron la ruta correcta y se convirtieron en expresiones auténticas de ciudadanía y sociedad civil. Como dijimos al principio, hay de todo en la Villa del Señor.
Hoy, la acción corrupta y corruptora de los gobiernos ha invadido sutilmente el mundo de las ONG, creando todo tipo de asociaciones de carácter civil que no tienen otra finalidad más que la de servir como canales de corrupción, a través de los cuales se filtran y esfuman los dineros públicos que, como por acto de magia, se reconvierten de pronto en fondos privados. Este uso malsano de las ONG, en verdad asociaciones de fachada, organizaciones de paja, entidades jurídicas que caben en un maletín, ha traído desprestigio y generado mala imagen para las ONG en general, lo que a todas luces no es correcto.
Toda generalización es simplificación. La existencia de ONG de maletín y el uso ilegal que muchos políticos, diputados y funcionarios en general, hacen de las mismas para llevar a cabo el saqueo de los fondos públicos, no es ni debe ser razón para juzgar en línea y con juicios absolutos y generales a todas las organizaciones civiles sin fines de lucro que operan en el país. En este caso, como en muchos otros, los buenos son más… por fortuna.