Los sistemas “democráticos” con los cuales Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador intentaron darle una salida negociada a sus conflictos políticos internos en el último cuarto del siglo XX, ahora están en crisis. Si la democracia en los años 90 del siglo pasado era la gran alternativa a los socialismos que no pudieron ser, ahora resulta obvio que nuestra construcción del Estado liberal-democrático es una estructura llena de comejenes.
Si el 92 para los salvadoreños tuvo algo de promesa, las primeras décadas del siglo XXI son las de la crónica de una profunda decepción. Si una sombra recorre hoy Centroamérica es la del fantasma del desencanto colectivo.
Los desequilibrios económicos y políticos nos llevaron a los conflictos de finales del siglo pasado, y tal parece que los dirigentes que sobrevivieron a las violencias de aquella época no aprendieron la lección. De las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, sus élites no extrajeron profundas moralejas ni conocimientos para el porvenir.
En Centroamérica, donde cada país debía soldar las grietas que lo habían dividido como comunidad, quizás la construcción de una democracia no era compatible con las políticas económicas neoliberales. Hacía falta más gasto social para mitigar los desajustes provocados por un capitalismo salvaje y sin criterio de nación, había que suturar las heridas colectivas que dejaron las guerras, pero las grandes decisiones fueron en sentido contrario. Ni la derecha ni la izquierda han resuelto con creatividad esta difícil ecuación donde no resulta fácil encajar las libertades democráticas con la creciente desigualdad. De ahí que en Guatemala y El Salvador tengamos una precaria estabilidad política y una guerra social larvada que, en el caso de El Salvador, gotea unas cifras de muerte violenta a la altura de las de una guerra civil.
Evidentemente, estos años dejan también un saldo positivo –han remitido los asesinatos políticos (salvo en Honduras y últimamente en Nicaragua) – y hemos alcanzado cierta pluralidad en el seno de la opinión pública, pero algo profundo ha fallado en la empresa que buscaba construir otras sociedades después de las guerras civiles. Y atribuir este fracaso a la corrupción o a la debilidad de nuestro poder judicial supone lo de siempre: incurrir en diagnósticos simplistas para los que son problemas complejos que demandan de nosotros creatividad filosófica y política a la hora de abordarlos.
Las orgullosas élites de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua (en las que ahora debe incluirse a cierta izquierda oligarquizada) vuelven a demostrar en el siglo XXI que son buenas para enriquecerse, pero no para enfrentar los dilemas estratégicos de las sociedades centroamericanas.