Hay quien aún gasta tinta tratando de convencer al estimado público de que detrás de Nuevas Ideas están las mismas viejas ideas de siempre, cuando la que sí es atronadoramente nueva, y conviene analizar con urgencia, es la situación política que estamos viviendo después de las dos aplastantes derrotas que han sufrido los partidos políticos que dominaron el horizonte de nuestra política durante treinta años. Esta situación es la nueva, aunque sus agentes políticos continúen arrastrando las prácticas, valores y conceptos tradicionales que todos conocemos.
Señores, señoras, jóvenes y jóvenas, las derrotas electorales sucesivas y conjuntas de Arena y el FMLN son algo más que derrotas electorales, constituyen la ruptura de un ciclo político, de una onda larga cuyo centro procedía de un capítulo trágico y central en la historia salvadoreña del siglo XX. Las mitologías y retóricas que han cohesionado al FMLN y Arena se alimentaban de las figuras, valores y pugnas que articularon una guerra civil que terminó en 1992.
Sus enfrentamientos electorales ritualizaron de forma civilizada y democrática los que una vez fueron combates armados entre el conservadurismo oligárquico y el socialismo popular. La política de la posguerra fue una continuación civilizada y deportiva de la guerra civil. Durante treinta años, entre los relatos de ambos partidos se decantó el electorado a la hora de elegir alcaldes, diputados y presidentes.
Señores y señoras, jóvenes y jóvenes, pueden ustedes lamentar por muy diversas razones las derrotas conjuntas de Arena y el FMLN en las últimas elecciones, pero lo que no pueden ignorar (amparados en su llanto por la democracia) es el hecho de que los relatos de ambos partidos acaban de ser derrotados en las urnas porque ya no enganchan, ya no convencen, a un gran sector de la ciudadanía. El uso electoralista que estos dos partidos han hecho durante treinta años de la memoria histórica ya no les funciona y esto, desde el punto de vista de la sociología de la opinión política, reclama una profunda reflexión.
¿Qué ha tenido que pasar para que a unos envejecidos ex–comandantes guerrilleros los derrotase en las urnas de manera aplastante un movimiento cuyo líder es un joven y locuaz millonario que tiene por seña de identidad una eterna gorra de beisbol en la cabeza? ¿Qué ha debido pasar para que se gestase una ola de rechazo popular en contra de quienes antaño fueron los representantes radicales del pueblo?
Porque Nuevas Ideas encarna un rechazo popular a quienes antaño simbolizaron lo popular revolucionario. Y este vuelco paradójico, trágico, porque es trágico que un amplio sector del pueblo se vuelva en contra de la que una vez fue su máxima organización popular, reclama una reflexión lúcida que vaya más allá de un simple inventario de aciertos y errores en el campo del marketing político.
Lo repito, es tal la magnitud de lo acontecido, que esta debacle en las urnas tal vez simbolice el fin de una época y el difícil comienzo de otra. Y las implicaciones de lo sucedido, sus múltiples matices, no conviene que sean enterradas por representaciones simplistas y polarizadas del presente como esa que interpreta las caídas de Arena y el Frente como una lamentable derrota de la democracia (cuando estos partidos, como todo el mundo sabe, son actores importantes de cualquier explicación que queramos darle al descrédito de nuestras instituciones democráticas).
Pero no estamos, tal como asegura un escritor salvadoreño, ante un movimiento pendular que de nuevo nos acerque al fatal autoritarismo de siempre. El autoritarismo militar impedía la emergencia de la democracia, el que ahora se avista como una posible amenaza aparece tras treinta años de una democracia que trajo estabilidad política sin que resolviese los problemas crónicos de nuestra sociedad. A esa benéfica estabilidad no le ha correspondido el bienestar económico de la ciudadanía ni una mejora en la convivencia social. Nuestra “pacifica democracia” se implantó mientras nos convertíamos en uno de los países más peligrosos de la tierra. Esta dualidad (equilibrio institucional e inestabilidad social) es el terreno abonado en el que prosperan las nostalgias autoritarias.
Bukele surge de la acumulación de vicios y fracasos compartidos de Arena y el FMLN, no es un rayo que irrumpa en un cielo claro. Cualquier paso político que se dé de ahora en adelante deberá ir acompañado de una profunda reflexión sobre las taras de los partidos políticos tradicionales y la democracia patoja que entre ambos construyeron.
Hay muchísimas implicaciones y lecciones para extraer de un fracaso electoral de connotaciones históricas. Una de ellas es esta: el FMLN durante muchos años fue el puente donde se encontraron los intereses de las masas populares y la sensibilidad modernizadora de una clase media ilustrada y radical. Ahora ese puente está roto, la clase media ilustrada tiene serias dificultades para comprender las motivaciones del populacho que hasta hace poco fue su aliado y el populacho, atrapado en sus amores y odios simples, no tolera que su antigua aliada critique a la figura política en quien ahora ha depositado sus esperanzas. Este desencuentro nos revela al mismo tiempo el fanatismo de los nayilibers y la falta de inteligencia política de esa clase media que repudia a quien debería persuadir porque no acierta a comprender que la del nayiliber, por obra de la dialéctica histórica, es una de las máscaras con que ahora se presenta quien fue su aliado durante los duros años de la guerra civil: el pueblo. Y es que las máscaras del pueblo no siempre son amables ni racionales ni fáciles de descifrar aunque detrás de las incómodas simpatías populares haya una lógica que merece ser abordada con sutileza y no con desprecio clasista.