OTTAWA – En diciembre de 1862, en plena Guerra Civil estadounidense, que enfrentó las normas de la esclavitud a las de la libertad, el Presidente Abraham Lincoln presentó al Congreso su plan de emancipación. “Los dogmas del tranquilo pasado son inadecuados para el tormentoso presente”, declaró. “La ocasión está llena de dificultades, y debemos elevarnos a su altura. Como nuestro caso es nuevo, debemos pensar y actuar desde cero”.
Esa es también nuestra tarea tras la crisis del COVID-19.
Lincoln vio claramente que la Guerra Civil cambiaría radicalmente los Estados Unidos, y que en ese nuevo mundo ya no bastarían las viejas normas y maneras de pensar. Tenía razón. La tragedia es que logró convencer solo en parte a sus conciudadanos a que aceptaran la nueva norma que proponía: igualdad para todos. Algunos políticos y líderes pensaban y actuaban de una nueva manera, pero demasiados se aferraban al pasado. En lugar de acoger el llamado de Lincoln a pensar y actuar desde cero, los estados del sur crearon un nuevo régimen de segregación y discriminación.
Tres cuartos de siglo después, otro conflicto épico cambiaría las normas hasta entonces predominantes. La Segunda Guerra Mundial estalló en un mundo industrial tardío que, visto desde los estándares de hoy era local y lento. Es verdad que los vehículos a motor ya iban reemplazando al transporte por caballos y que los aviones comerciales tempranos transportaban a unos pocos privilegiados a lugares distantes. Pero había muchas cosas que seguían siendo las mismas desde hacía décadas. Los hombres controlaban los negocios, las industrias, el gobierno y las finanzas, y las mujeres estaban relegadas a la esfera doméstica. Vastas regiones del planeta, como India, África y el sur de Asia, seguían bajo el yugo del colonialismo.
La Segunda Guerra Mundial lo cambió todo. Tras su fin, los automóviles se hicieron más veloces y los aviones más elegantes y rápidos. Las mujeres asumieron un creciente papel en la sociedad, la economía y el gobierno. Pero la sombra de la era nuclear amenazaba con el nuevo fantasma de la destrucción masiva.
En consecuencia, el mundo necesitó nuevas maneras de pensar y actuar para no estallar en pedazos. Los gobiernos y estadistas estuvieron a la altura de la ocasión y crearon nuevas instituciones multilaterales como las Naciones Unidas y forjaron tratados que apuntaban a frenar los ataques nucleares. Nuevas agencias globales como la Organización para la Alimentación y la Agricultura y la Organización Mundial de la Salud enfrentaron los problemas de la hambruna y la enfermedad. Y mientras ocurría todo esto, salieron de la dominación colonial nuevos países independientes.
Adelantemos otros 75 años y el mundo nuevamente se enfrenta a un cambio radical a las normas que hasta ahora habíamos dado por supuestas. Resulta que la pandemia no solo es un flagelo sino una fuente de revelación. Nos ha revelado que las instituciones de posguerra, si bien todavía funcionan, están exhaustas y necesitan una revitalización. Ha puesto al desnudo los costes de debilidades sistémicas que han abierto las puertas del poder a populistas y extremistas en muchos lugares. Sobre todo, ha demostrado que todos estamos juntos en esto, sin importar dónde vivamos.
Si el temor de posguerra era la aniquilación nuclear, la amenaza hoy es la enfermedad global. El COVID-19, y las pandemias recurrentes que los expertos dicen que habrá en el futuro, es un fenómeno global de principio a fin. Nos hemos habituado a ver las mismas enfermedades en diferentes partes del planeta, pero nunca habíamos sufrido una que exigiera que todos y cada uno de los países tomen las mismas precauciones al mismo tiempo para evitar que seamos sus víctimas. La cura para el COVID-19, aunque es improbable que alguna vez la erradiquemos del todo, ha de ser global también.
A los pocos días de que China diera a conocer la composición genética del nuevo coronavirus el 10 de enero de 2020, los científicos de todo el mundo ya estaban trabajando para desarrollar vacunas. El esfuerzo dependía de la ciencia global, con los estudios internacionales en nanotecnología apuntando a una nueva forma de vacuna (ARN mensajero). Nuevamente, esto demostró la observación de Louis Pasteur de que “la ciencia no conoce límites, porque el conocimiento le pertenece a la humanidad y es la antorcha que ilumina el mundo”.
Pero ahora nos enfrentamos a un obstáculo. Si bien hemos desarrollado vacunas de manera internacional para luchar contra el contagio global –nuevo pensamiento y nueva acción para un nuevo caso, como lo habría expresado Lincoln-, estamos retrocediendo a las viejas normas nacionalistas en la etapa de entrega. Países y bloques de países, principalmente en el Occidente rico, están adoptando una actitud de “nosotros primero” que no tiene sentido práctico ni moral.
Moralmente sabemos que relegar a los países en desarrollo pobres al final de la fila de las vacunaciones no es una acción correcta. Y, desde el punto de vista práctico, sabemos que no funcionará. En el pasado, la población de un país podría haberse protegido tras fronteras reforzadas, pero no es el caso en un mundo hiperconectado.
Puesto que ninguno de nosotros estará a salvo del COVID-19 hasta que todos lo estemos, la única forma de derrotarlo es atacarlo globalmente. Si hay países o grupos de personas en que el virus se esté transmitiendo, habrá nuevos casos y, lo que es incluso más de temer, nuevas variantes. Algunas de ellas pueden ser letales y el gran temor es que sean impenetrables a las vacunas que representan nuestra única esperanza de derrotar el virus.
Para los retos globales son necesarias soluciones globales, y hoy la ocasión una vez está llena de dificultades. Para poner fin a la pandemia y navegar en el tormentoso presente, debemos oír el llamado de Lincoln y desarrollar nuevas normas que reemplacen nuestras desgastadas y provincianas creencias.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Beverley McLachlin, jueza de la Corte Suprema de Canadá entre 2000 y 2017, es miembro de la Comisión Global de Políticas Pospandémicas.
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