Por Andrés Velasco
LONDRES – Algunos la llaman política identitaria de izquierda. Otros hablan de wokeismo.
Contribuyó a que Donald Trump llegara a la Casa Blanca y produjo controversias que convenientemente distrajeron al electorado británico del deslucido desempeño de Boris Johnson en su cargo. Ahora, la política woke viaja al sur, con consecuencias igualmente lamentables.
Está ayudando, por ejemplo, a que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro (quien desea ser el Trump de Brasil) suba en los sondeos, con lo que en los últimos dos meses se ha acortado la distancia entre los candidatos a las elecciones presidenciales de octubre. En Chile, los activistas woke hace poco produjeron el borrador de una constitución que, según The Economist, es “ridículamente amplia” y un “revoltijo confuso”. Las encuestas sugieren que los votantes probablemente rechazarán este texto en el plebiscito a realizarse el 4 de septiembre.
Antes de que me condene a ser “cancelado”, quiero enfatizar tres hechos que son obvios.
Sí, países como Brasil, Chile y Colombia –donde el populista de derecha Rodolfo Hernández obtuvo el 47% de los votos en la segunda vuelta de las recientes elecciones presidenciales– tras largas historias de injusticia social, desigualdad de ingresos, y discriminación racial y de género, ciertamente necesitan reformas profundas.
Sí, la izquierda en América Latina ha conseguido importantes logros, entre ellos, elegir a la activista ambiental Francia Márquez, como la primera vicepresidenta afrocolombiana en la historia del país. Y, sí, personajes como Bolsonaro, Hernández y José Antonio Kast en Chile –otro candidato presidencial de extrema derecha que obtuvo resultados inesperadamente buenos en las urnas– han usado noticias falsas y ejércitos de bots para desacreditar a los candidatos y las causas progresistas.
Pero estos hechos solo cuentan parte de la historia. La otra parte es que las deficiencias de la política woke –rigidez ideológica, inclinación a la intolerancia, desprecio por los aspectos prácticos de la gobernanza– devienen aún más nocivas y peligrosas cuando se extrapolan a América Latina, África o Asia. Los populistas y los radicales –especialmente de extrema derecha– son los probables beneficiarios.
Lo acontecido en Chile últimamente ilustra esta dinámica política. Luego de un período de manifestaciones y violencia callejera, en octubre de 2020 una enorme mayoría de los chilenos votó a favor de una nueva constitución, la que sería redactada por una convención constitucional elegida en las urnas. El proceso generó mucha ilusión y, al principio, los 155 convencionales –jóvenes, social y étnicamente diversos, con pocas conexiones al establishment político tradicional del país– parecieron personificar esa ilusión.
Las expectativas optimistas pronto se fueron por los suelos. Durante la ceremonia de inauguración, algunos convencionales abuchearon e interrumpieron mientras se cantaba el himno nacional, el cual, al parecer, consideran un símbolo de la opresión (lo que sorprendió a la gran mayoría de los chilenos). Cuando los socialistas votaron en contra de disposiciones ambientales que habrían paralizado las inversiones privadas, un grupo de los llamados “ecoConvencionales” los persiguió por los pasillos gritándoles ¡traidores! Ya en junio de 2022, casi el 60% de los electores respondía en los sondeos que tenía poca o ninguna confianza en la convención.
En Brasil, entretanto, Bolsonaro hace campaña como el candidato de los valores cristianos, y afirma que el partido de oposición, el Partido de los Trabajadores (PT), y su candidato presidencial, el expresidente de Luiz Inácio Lula da Silva, están desconectados del electorado. Bolsonaro ha cimentado una alianza con las iglesias evangélicas cristianas –un potente golpe político en un país donde casi un tercio de los electores son evangélicos– gracias en gran parte a los errores cometidos por la campaña del PT. Se puede ser un ardiente partidario de la libertad artística y de los derechos LGBT+, como lo afirmó hace poco Brian Winter en The Americas Quarterly, y al mismo tiempo comprender por qué es políticamente desacertado enviar, como lo ha hecho el PT, un tuit con la foto de un semidesnudo Pabllo Vittar –un cantante y drag queen popular en Brasil– enarbolando la bandera de campaña de Lula.
Existen razones fundamentales por las cuales el wokeismo se las arregla para alienar a los ciudadanos latinoamericanos y para allanar el camino a los populistas de la derecha autoritaria. Una de ellas es la desconexión entre la agenda woke y las preocupaciones de los votantes de clase media.
Por ejemplo, el borrador de la nueva constitución chilena apoya la “gestión comunitaria del hábitat” y garantiza el derecho de “campesinas, campesinos y pueblos originarios al libre uso e intercambio de semillas tradicionales”. Sin embargo, en un país donde el 90% de la población es urbana y donde existe un déficit habitacional crónico, el texto no aclara si los residentes pueden llegar a ser propietarios de las viviendas construidas para ellos por el gobierno. Y, a pesar de que la población chilena está envejeciendo rápidamente y de que existe una obsesión nacional con las pensiones, el texto no es claro respecto a si se puede o no heredar los fondos previsionales.
Después de meses de negar que estas eran preocupaciones válidas, y de acusar a los críticos de diseminar noticias falsas, los partidos de gobierno reconocieron a mediados de agosto que en estos asuntos la constitución propuesta requiere enmiendas y aclaraciones. Pero, para entonces, buena parte de la clase media ya había decidido votar por el rechazo en el próximo referendo.
En materias de delincuencia, violencia y seguridad pública, los izquierdistas woke y los votantes convencionales parecen habitar universos diferentes. Al igual que en Estados Unidos, la brutalidad policial, el prejuicio racial y la mano excesivamente dura a la hora de controlar disturbios son comunes en América Latina. Pero si el llamado no financiar más a la policía parece cuestionable en Detroit o Los Ángeles, es simplemente desquiciado en una región con algunas de las tasas más altas de delincuencia y de homicidios del mundo. Sin embargo, en las recientes protestas ocurridas en Colombia y Chile, los manifestantes a menudo emplearon el acrónimo inglés ACAB (all cops are bastards). En Chile, el símbolo de los disturbios fue un perro negro llamado Matapacos. El resultado es que en los dos países, la ciudadanía dice sentirse cada vez más insegura.
Todo esto tiene consecuencias directas para la política electoral. En 2016, los votantes colombianos rechazaron un acuerdo de paz que consideraban muy indulgente con los guerrilleros que habían cometido delitos violentos. Además de cortejar a los votantes cristianos, Bolsonaro ha puesto la ley y el orden al centro de su campaña por la reelección. En Chile, los medios han destacado durante la campaña del referendo al propietario de un restaurante vandalizado una y otra vez durante las manifestaciones. Y en El Salvador, el presidente Nayib Bukele ha encarcelado –con bases jurídicas cada vez más débiles– a miles de pandilleros, y su popularidad se ha disparado.
En América Latina, los políticos woke yerran, además, en otros puntos cruciales. Por ejemplo, son muchos los activistas, legítimamente interesados en los derechos de los pueblos indígenas, que presionan para que se delegue el poder político a pequeñas comunidades locales. Esto suena bien al principio, pero conlleva el riesgo de fragmentar todavía más a estados que ya son débiles y de obstaculizar la prestación de servicios sociales que se necesitan con urgencia –lo cual perjudicaría principalmente a los pobres y a las personas vulnerables–.
No es sorprendente que ante todo esto los populistas autoritarios sonrían. La prensa internacional está obsesionada con la llamada “marea rosa” de gobiernos de izquierda elegidos recientemente en América Latina, pero acaso debería empezar a prepararse para una ola derechista de clones de Bolsonaro y Bukele. ¿Se llamará la “cruzada de las camisas pardas” o la “pugna del puño de hierro”? Los redactores de titulares deberían comenzar desde ahora a buscar etiquetas.
Traducción de Ana María Velasco
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science.
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