Honduras, dicen los que saben de estas cosas, ha tenido en el pasado algunos buenos, excelentes, diplomáticos. Profesionales que han sabido diseñar y conducir los difíciles lineamientos de una política exterior adecuada y beneficiosa para el país. O, lo que es lo mismo, una política exterior que refleje los intereses y objetivos nacionales de manera fiel y provechosa. Así ha sido, aseguran, en el pasado.
La política exterior no es terreno plano y, a veces, puede resultar campo minado. Con frecuencia tiene arenas movedizas y hondonadas inesperadas. Por lo mismo, debe estar en manos de profesionales con la experiencia debida, el conocimiento suficiente y la habilidad negociadora apropiada. Personas capaces de promover, con inteligencia y astucia, los grandes intereses del país para alcanzar los objetivos nacionales que la propia Constitución política establece. La diplomacia es, por eso mismo y entre otras cosas, una ciencia y un arte. Trabajo de expertos y asunto de profesionales. No se la puede dejar en manos de aficionados o aprendices.
En los últimos meses los temas de la política exterior han despertado de nuevo el interés de la opinión pública mejor informada. El rediseño de las políticas migratorias y el impacto del éxodo centroamericano hacia el norte, la estridencia amenazante de la Administración Trump, el triunfo de candidaturas novedosas en el entorno geográfico regional (México y El Salvador, especialmente), la grave crisis por la que atraviesan Venezuela y Nicaragua, el retorno de regímenes orientados a posiciones de derecha frente al repliegue humillante de la izquierda en buena parte del continente, son apenas algunos de los acontecimientos y hechos que, de alguna manera, demandan de las Cancillerías una combinación inteligente de intereses locales con las coyunturas internacionales, un sabio rediseño de posiciones y posturas que beneficien y coloquen al país en mejores condiciones.
Pero, a juzgar por las actitudes y decisiones adoptadas en meses recientes, se puede concluir que la llamada “política exterior” hondureña responde más a los intereses inmediatos del clan gobernante, a sus ambiciones mayúsculas y desmedidas, que a los intereses y objetivos de la sociedad hondureña en su conjunto. Es como si la ambición de la tribu se impusiera insolente sobre el bien común y el afán colectivo.
Los ejemplos sobran. Para sólo citar un par de casos, ese viraje súbito hacia Israel, tomando partido en un conflicto tan difícil y explosivo, tan local como internacional, puede traernos consecuencias inesperadas. Ya lo han advertido, con lenguaje dual y casi temeroso, algunos miembros destacados de la comunidad palestino hondureña. Lo mismo puede decirse de ese radicalismo súbito en el caso de Venezuela, en donde el gobierno actual insiste en alinearse con la cruzada impulsada desde Washington y secundada alegremente por las actuales autoridades de la Organización de Estados Americanos (OEA). La absurda decisión de ofrecer el traslado de la embajada hondureña desde Tel Aviv a Jerusalén, inspirada en un afán servil y humillante ante la política exterior de la Administración Trump, no sólo nos pone en ridículo ante la comunidad internacional sino que también nos introduce, aunque sea por la puerta de atrás, en un peligroso e inflamable conflicto que no es nuestro ni nos concierne directamente. De igual manera, sumar al país a los intentos de invasión militar contra el actual gobierno de Venezuela nos introduce en otro conflicto, este sí más cercano y no menos peligroso que el otro.
¿Quién ordena estos giros y virajes en la política exterior del país? ¿Quién diseña u orienta esta supuesta “estrategia” criolla ante la comunidad internacional? Todos sabemos que se trata del gobernante actual, el inquilino cuestionable de Casa Presidencial, quien, por lo visto, subordina los intereses del país a sus caprichos aldeanos y a sus pretensiones de aliado tan dócil como incondicional de la Administración norteamericana. Olvida que a su gobierno en Washington le ven de doble manera: como aliado solícito y obsecuente en materia de seguridad, pero incómodo e impresentable en materia de corrupción. Esa doble visión puede cambiar de énfasis en cualquier momento, de acuerdo a los vaivenes propios de la política interna de los Estados Unidos, que puede ser tan volátil como lo demande la democracia y la voluntad de los ciudadanos en las urnas. La subordinación ciega e incondicional ante los intereses de la política exterior de Washington, no es ni puede ser la mejor forma de promover y defender los intereses y objetivos nacionales de nuestro país. Es, en todo caso, una forma oportunista y servil de confundir la propaganda con la política, de pretender jugar damero en la mesa de ajedrez.