No se me ocurre un título mejor, si he de referirme a la Misión de apoyo de la OEA en la lucha contra la corrupción y la impunidad (MACCIH), su difícil surgimiento, azaroso desempeño y anunciado final. En efecto, desde sus mismos orígenes, la novedosa organización estuvo rodeada de conflictos, rechazos injustos, descalificaciones prematuras y conspiraciones abiertas o escondidas, que buscaban neutralizar su trabajo, bloquear sus iniciativas o, simplemente, provocar su fracaso institucional.
A decir verdad, la MACCIH empezó a morir en el mismo momento – febrero de 2018 – en que su primer vocero y coordinador oficial, el jurista peruano Juan Jiménez Mayor, fue obligado a renunciar y abandonar la conducción del organismo anticorrupción. A partir de entonces, la MACCIH entró en una fase tan provisional como incierta, cargada de pequeños avances y otros tantos retrocesos, regida en forma interina por otra abogada peruana que, lamentablemente, no logró ni mantener el ritmo institucionalizador de Jiménez ni concitar el gradual apoyo de las organizaciones de la sociedad civil hondureña. Para colmo, y en descargo de su gestión, los controles burocráticos desde Washington se acentuaron, reduciendo a su mínima expresión la necesaria autonomía administrativa de la oficina local. El círculo íntimo del Secretario General de la OEA se llegó a convertir en un verdadero obstáculo, funcional y político, para el mejor funcionamiento de la MACCIH. Hubo momentos en que se debía pedir permiso a Washington hasta para los gastos minúsculos e intrascendentes de una sana administración. Era casi imposible trabajar con eficiencia y eficacia en condiciones semejantes.
Como si eso fuera poco, la MACCIH debía enfrentar a cada paso las conspiraciones silenciosas que se tejían a menudo entre la Casa Presidencial en Tegucigalpa y el señor Luis Almagro en Washington, todas ellas orientadas a mantener la lucha contra la corrupción en los márgenes apropiados para no tocar los grandes intereses de políticos y funcionarios involucrados en el saqueo de los fondos públicos. Por ello, no es casual que cuando Jiménez decidió rebasar esos límites y llevar ante los tribunales a los llamados “tiburones” de la corrupción, las alarmas saltaron aquí y en el norte, provocando la grosera caída del jefe de la Misión. Los corruptos de toda laya se unieron más que nunca, advertidos ya del riesgo que corrían y el peligro que los acechaba. El ímpetu investigador y su concepto de “colaboración activa”, que caracterizaban el desempeño de Jiménez, lo convirtieron en un funcionario incómodo, un personaje potencialmente peligroso para la estabilidad negociada de las redes de corrupción incrustadas en el aparato estatal. A partir de entonces, la muerte de la MACCIH era ya casi una “muerte anunciada”. Su existencia parecía más una agonía lenta y no una actividad febril. La suerte estaba echada.
La llegada del juez brasileño Luiz Guimaraes para sustituir a Jiménez fue tan intrascendente como su apresurada salida. Una gestión sin pena ni gloria, matizada por la chatura y un exceso de cautela con frecuencia innecesaria. Los periodos de interinato, como suele suceder, no tuvieron ni la fuerza ni la influencia suficiente para cambiar el ritmo y modificar las cosas. Limitado por su propio carácter, el interinato repetido no sirvió para mucho.
Hoy, cuatro años después de su difícil inicio, la MACCIH ha pasado a mejor vida. Víctima de conspiraciones palaciegas y zancadillas burocráticas, el organismo internacional no ha podido superar la embestida de los corruptos y sus socios internacionales. Pero, eso sí, nos ha dejado valiosas lecciones y más de alguna enseñanza. La lucha contra la corrupción es condición básica para devolver a Honduras su naturaleza republicana y recuperar los valores del Estado de derecho. Los corruptos son enemigos peligrosos que amenazan la seguridad del Estado, la estabilidad del país y el bienestar y progreso de la sociedad. Se debe ser implacable con ellos.