Por Roberto Cuéllar, cofundador del Socorro Jurídico Cristiano y primer director del mismo
A Patricia Cuéllar, la Patty del uniforme azul y blanco del Sagrado Corazón, la recordamos hoy a cuarenta años de aquel 28 de junio de 1982 cuando fue cobardemente secuestrada y desaparecida físicamente de manera forzada por agentes policiales y escuadrones de la muerte que desangraron y degradaron a la población del país, sobre todo la más vulnerable entre esta. Siempre la admiramos con esa sonrisa propia de ella; con su carácter sumamente inquieto junto a esa mirada astuta con la que desentrañaba agudos dolores, ayudando a mitigar penas y angustias de las familias de víctimas que acudían por auxilio legal al Socorro Jurídico allá por 1979 y 1980. La Patty era capaz de hacerles caer en la tentación de bromear y reírse un poco del maldito odio y la cruel persecución que les arrancaron a sus seres más queridos, en medio de la tremenda guerra civil que destruyó El Salvador.
Poca gente fue tan privilegiada y capaz de paliar esos dolores en medio de un inconmensurable sufrimiento colectivo y la tremenda aflicción de patria como lo hizo Patty, con su amable y justa opción de solidaridad plasmada en la defensa de los derechos humanos. Hábil para improvisar ante incontables y abominables atrocidades, era esa su mejor fórmula que con certero juicio crítico le impedía soportar aquellos hipócritas que encubrían la represión con falsedades e injusticias en los tribunales.
Patricia cruzó todos los límites de la vida a su tan juvenil edad, inclusive el de dejar su matrimonio con dos pequeñas hijas y un hijo, a cambio de identificarse plenamente con esa monumental opción, misión compasiva y fraterna de la solidaridad humanitaria. Así hizo suya la justa comprensión del sentir con los más pobres, con miles de víctimas y familias de víctimas despreciadas por cortes sucias y marrulleras, formalmente legalistas pero muy especialistas en denigrar la dignidad humana.
Recuerdo que, en días previos a su desaparición forzada, ella comenzó a notar una serie de señales sospechosas cuando entre “idas y vueltas” aparecían agentes encubiertos asediando su apartamento y sus movimientos. Los policías de la manera más atrevida y descarada, porque eran oficiales, interrogaban al vecindario acerca de sus pequeñas e indefensas criaturas. Por ello, ante ese terrible y terrorífico asedio optó por buscar la ayuda de su padre ‒el tío Mauricio, destacado economista dentro del sector privado– y la empleada de este: Julia Orbelina Pérez. Para los asesinos, secuestradores y agentes oficialistas de la época, ese resguardo puramente paterno que buscó Patricia les confirmó sus “temibles y fundadas sospechas de complicidad familiar”. En ese marco, ya con cierto temor, ella reaccionó con su siempre irónica ingenuidad; con su genuina voluntad de bromear y no tomarse todo tan en serio, aunque oliera a peligro.
Su entrega al trabajo ferviente de escuchar y asistir a familias dolientes por sus víctimas era algo inusual, de alto coraje para esa chica recién salida del Sagrado Corazón. Por eso, seguramente, era inmenso su corazón metido también en las comunidades cristianas de base. No obstante, esa aventura tan genuina y plena de ilusiones le suponía un alto riesgo –emocional y real– que asumió desprovista de defensa y protección. Por tal atrevimiento y delito en “contra el orden público”, la policía y los escuadrones criminales la “castigaron” secuestrándola, torturándola a más no poder y despareciendo sus restos humanos… pero no su humanidad. La arrancaron del lado y el cuido de su preciada descendencia, hijas e hijo, señalándola intencional y arbitrariamente como responsable de presuntos actos de rebeldía que también arrastraron y terminaron con la vida de su padre junto a su empleada.
Ahora, por fin, pasadas cuatro décadas de estos malditos hechos en perjuicio de Patty y su familia el caso ha sido enviado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para el juzgamiento de la responsabilidad estatal por el incumplimiento de sus obligaciones nacionales e internacionales en materia de derechos humanos.
Nada forja tanto la personalidad de alguien como la nobleza de su carácter. Así y de tal forma, a sus 24 años de edad Patricia Emilie Cuéllar Sandoval puso todo su empeño y no regateó su entrega audaz, franca y sincera, sin mediocridades, dando las más legítimas y hermosas batallas: las que en la defensa de la dignidad de las personas –sin tanta ley inútil‒ requieren altas cuotas de temperamento, moralidad y ética.