Superman no tiene nada que perder cuando afronta a los villanos. De hecho, pocos enemigos pueden de verdad causarle algún tipo de daño al “hombre de acero”. Ciertamente el no tener nada que perder hace que el valor de enfrentar el “peligro” (que en realidad no es tal, porque pocas veces su vida se ve amenazada) pierda un poco su razón.
La admiración de lo temerario y de lo heroico está íntimamente relacionada con el peligro que implica exponer la propia integridad para obtener un logro que la sociedad considere “bueno”. Pero ese no es el caso de Superman. Él es inmune. A él no le hacen daño ni balas ni siquiera las bombas atómicas.
Y a veces los salvadoreños parecemos una versión en negativo de este personaje. A la gente de El Salvador, en cambio, le ha afectado todo siempre. Ha sido históricamente un pueblo vulnerable. Han pasado sobre él dictadores, guerras, terremotos, huracanes, maras y ahora una clase política con un descaro particularmente ofensivo.
Como pueblo, casi nos hemos resignado a vivir en una sociedad incierta. Somos ese Superman en negativo, desensibilizado, que no tiene nada que perder porque ya lo perdió todo. Especialmente la esperanza.
Sin embargo, el último hijo de Kriptón tiene para nosotros una gran enseñanza. El verdadero valor de sus actos, lo que reivindica sus luchas, no es exponer su casi inexistente vulnerabilidad, sino hacer algo porque puede hacerlo. El valor de las acciones de Superman radica en su decisión de actuar y en su capacidad de llevar a la práctica lo que él considera que podría mejorar su entorno (Mark Waild, 2010).
Después de años empapando a generaciones con la idea de que vivimos en un país democrático todavía no nos enseñan lo que esto realmente implica y que va más allá de ir a elegir al gobernador de turno. La capacidad de influir de manera directa en nuestras sociedades está allí.
En 1980, a Ignacio Ellacuría le preguntaron cuál debía ser la actitud de una sociedad democrática. El jesuita terminó escribiendo un artículo (“Universidad y política”, 1980) en el que dejó claro que la construcción de una sociedad libre inicia por la consciencia política de cada actor social.
No obstante, Ellacuría no habla de una identificación política de tipo partidaria. Lo que él plantea es la definición de una postura frente al quehacer público entendido como “lo que conviene a las mayorías” o “la opción preferencial por los pobres”.
“Nuestra sociedad, como ya es evidente después de tantos análisis, no solo está subdesarrollada y con graves y casi insuperables necesidades objetivas, sino que está justamente estructurada económica, institucional e ideológicamente. Está constituida bipolarmente por una pequeña clase dominante, flanqueada por toda una serie de grupos e instituciones a sus servicio, y por una inmensa mayoría empobrecida y explotada, parte de ella políticamente organizada y parte de ella a merced de los flujos sociales” (Ellacuría I., 1980).
El trabajo de cada actor social debería (hablando en términos utópicos) estar orientado a favorecer y mejorar la vida de quienes se encuentren en desventaja. Esa tercera opción a la que se abraza Clark Kent.
La democracia es el (súper)poder de ser mayoría y de poder empujar cambios desde nuestras familias, trabajos o grupos sociales. Quien educa, quien cocina, quien conduce el autobús es un agente político de cambio real en potencia. Pero falta educación. ¡Mucha educación!
Tal vez algún día entendamos que la participación política no se limita al cierre de calles ni a ir a votar cada tantos años. La construcción de consciencia, identidad y la búsqueda diaria de la armonía son parte de esta, y sin duda son tan valiosas como una votación.
Sin dejar de perseguir la corrupción y las malas prácticas de los funcionarios públicos de cualquier bando, somos nosotros, la sociedad, quienes podemos comenzar a construir los cimientos del país que queremos.
«Considero que mis poderes son un don, no solo míos, sino de todos los que los necesiten» (Superman, “Peace on earth”).