Se nos viene diciendo desde hace mucho que el principal problema de nuestro sistema de gobierno y nuestra sociedad es la corrupción. Pero no cualquier corrupción sino que una muy restringida que se aloja de forma casi exclusiva en la política olvidando sus obvios ramajes económicos que entroncan con los desbordes legales a los que suelen entregarse muchas empresas: Evasión de impuestos, fuga de capitales y, por cierto, compra de poder. La corrupción es un negocio que enriquece a líderes políticos, pero también a ciertos empresarios a salvo del ojo de la opinión pública y, por lo general, bastante lejos del alcance de la justicia.
En esa corrupción tuerta nos concentramos, como si fuese nuestro único problema, olvidando que hay una larga lista de taras estratégicas devorando y empobreciendo nuestra convivencia. Uno de esos problemas, que para todas las fiscalías de la posguerra apenas ha existido, es el de la impunidad.
Y no me refiero solo a aquellos actos de barbarie en la guerra civil que han quedado sin la mínima sanción legal y ética. Me refiero a los abusos que ahora cometen algunos funcionarios del orden, cuando reprimen la delincuencia y, ocasionalmente, conflictos de naturaleza social como los protagonizados en Santa Tecla por la alcaldía y los vendedores ambulantes.
Profundamente enraizado en nuestra psiquis colectiva está el desprecio por la vida del delincuente. Aún no se ha escrito la historia de la limpieza social en nuestro país. Durante la guerra, por ejemplo, los escuadrones de la muerte no solo eliminaban a políticos, sindicalistas, estudiantes, curas y guerrilleros. De vez en cuando hacían una pausa y mataban ladrones, drogadictos, borrachos. Ese accionar, en tanto que valor, se colocaba al margen de la ley porque la “población anómica” conserva algunos derechos como el del respeto a su vida y a ser juzgada debidamente.
Ignoro si alguna vez algún policía ha sido capturado y condenado por participar en labores de “Limpieza social”. Muy pocos, me imagino, porque lo deducible es que, a lo largo de nuestra historia, la fiscalía se ha cruzado de brazos, por impotencia o complicidad, frente a estos abusos de las fuerzas del estado. La dejación tradicional de la fiscalía ante los asesinatos extrajudiciales que cometen agentes armados forma parte de los mecanismos jurídico- políticos que mantienen viva la cultura de la impunidad en El Salvador.
Esta impunidad mantiene viva a la limpieza social y la limpieza social en su existencia ininterrumpida a lo largo de varias décadas revela que no hay una auténtica división de poderes en el Estado, ni una cultura de los derechos humanos enraizada en las instituciones y la sociedad civil.
La limpieza social (como máxima expresión del poco que valor que conceden las instituciones a la vida de los marginados) con suma facilidad puede trocarse en limpieza de revoltosos. A los agentes armados se les inculca la mentalidad conservadora de que los “revoltosos” son también “delincuentes”, amenazas para el orden y la tranquilidad ciudadana. Para el hombre del orden, en una sociedad donde privan valores autoritarios, los revoltosos y los delincuentes son caras distintas del mismo insecto y a los insectos se los puede fumigar cómodamente sin que haya consecuencias legales.
Aquí es donde digo que Iván Alexander Sandoval –el vendedor asesinado brutalmente por agentes del orden en Santa Tecla– es un insecto. Su eliminación no tendrá consecuencias. Aquí es donde digo que el Fiscal, como la mayoría de sus predecesores, se pondrá a silbar y a mirar para otro lado.