sábado, 13 abril 2024
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La corrupción social y sus disfraces

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Por Carlos Velis

En un artículo anterior (La banalidad del mal, Contrapunto, 26 de mayo de 2021) analizamos el concepto de Hanna Arendt sobre la personalidad de aquellos que, desde su gris existencia, han cometido las atrocidades más grandes de la historia, como es el caso de Adolph Eichmann, que envió a millones de seres humanos a su destrucción y ni siquiera mostró un mínimo de arrepentimiento ante el jurado. En nuestro país El Salvador podemos ver palpable cómo el mal se ha banalizado a través de un sistema social construido, precisamente, para garantizar la impunidad. Al ciudadano no le quedó más que aceptar una situación en la que era mejor no hablar, no proceder ante la ley, no reclamar un fraude comercial, no protestar ante el prepotente, fuera un vecino, el portero de un ministerio o un microbusero. En consecuencia, también aceptó la banalidad del mal, como lo tipifica Arendt, tomando como natural la violencia cotidiana, la agresión permanente. El paso lógico, según los teóricos de la neurolingüística, fue desnaturalizar el lenguaje: llamó “renta” a la extorsión, “cachada” al robo, “bichos” a los que roban en los buses. Y, especialmente, referirse con el término “se compuso” al que se enriqueció con la corrupción. Una manera de disfrazar y suavizar la delincuencia; en otras palabras, de aceptarla. También una forma de sobrellevar el dolor de convertirse en víctima directa o indirecta, pero permanente.

Ese es el peor de los males, la aceptación de la impunidad y el dolor como normalidad. El código del silencio. Esto se ha convertido en rasgo cultural del salvadoreño. No se trata de que te asalte un delincuente con los estereotipos sociales, tatuajes, cabeza rasurada, pantalones bombachos, camisas largas, tenis. Cualquiera, hasta el vecino más inocuo, el que va al culto todas las semanas, roba la pelota olvidada en la acera, compra bienes robados a los ladrones que han saqueado la casa de la misma cuadra; y ni hablar de los abusos sexuales a las niñas y niños, que ocurren en la intimidad.

En el momento en que todas estas condiciones sociales anómalas, consecuencias terribles de la impunidad, se convirtieron en consuetudinarias, se implantó el sistema de corrupción que nos ha convertido en rehenes de los grupos de poder que, a su vez, se instituyeron en verdaderas mafias sin sentido de nación, tan solo buscando acrecentar su patrimonio, a costa de lo que sea. De esa manera, la sociedad salvadoreña estaba lista para aceptar el neoliberalismo como ideología.

El sistema económico-social neoliberal, fundado a finales de los años 50 en la Universidad de Chicago, por el economista Milton Friedman, necesitó poco tiempo para imponerse, no como una doctrina económica, sino más bien, como un proyecto civilizatorio; parafraseando a Lenin, una etapa superior del imperialismo. Nacido en plena guerra fría, cuando los gobiernos occidentales veían el comunismo hasta en la sopa, la teoría de Friedman les dio los fundamentos que necesitaban para restringir la expansión, no del comunismo, sino del sindicalismo y las conquistas de la clase trabajadora. De manera muy sucinta, su planteamiento es que el mercado debe ser libre y autorregularse. En otras palabras, desplaza el humano del centro de la sociedad y coloca el mercado. No hay más valores humanos, solo los económicos. Con esa doctrina se ha fundado todo el tinglado económico mundial, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio verdaderos enclaves coloniales en todos los países del mundo. La oligarquía antigua cumplió su ciclo histórico y fue desplazada por una nueva oligarquía global, sin rostro ni territorio visible.

Pero, recurriendo a las paradojas de don Miguel de Unamuno: “Venceréis pero no convenceréis”. Para que la victoria sea plena, necesita someter, no solo el territorio y sus ciudadanos, sino, especialmente, el alma del pueblo. Un sistema basado en el capitalismo salvaje necesita de una ideología anti empática, individualista, todo esto acompañado de una religión basada en el miedo a arcaicas deidades terribles y castigadoras y que mira a la suerte como merecimiento o favor de Dios. El enquistamiento de dicha ideología ha sido la muerte de nuestras comunidades como las conocíamos. La misma situación de inseguridad ha generado individuos encerrados entre muros y verjas, esquivos y huraños, suspicaces y encerrados en viejos rencores.

En nuestro país, el neoliberalismo no se impuso de la noche a la mañana. Para llegar a campear sobre nuestras conciencias, tuvo que torcer la naturaleza de nuestra gente, otrora solidaria, expansiva, alegre. El sistema impuso una cultura de la crueldad, anuló la empatía con los demás. Lo ha hecho a través de una conjura que ha tenido como objetivo destruir nuestros paradigmas culturales. De todos es conocido –pero por conocido ya ni se toma en cuenta– que, en su apogeo, los gobiernos areneros, además de que dejaron a medias los Acuerdos de Paz, en especial –en lo que toca a este artículo– la obligación de sacar los cuarteles de los radios urbanos. En San Salvador, todavía en la actualidad, siguen las cosas igual.  En cuanto a educación, cerraron planteles educativos, recordemos los casos del Tercer Ciclo del Inframen, el Instituto de Zacamil y el Bachillerato en Artes; quitaron todo el apoyo a las expresiones artísticas y sus instituciones. Desaparecieron los festivales de arte y las casas de la cultura fueron reducidas al mínimo. La destrucción del medioambiente llegó a niveles preocupantes. La Dirección de Publicaciones e Impresos que años antes sacó a luz importantes colecciones de historia y otras áreas del saber y de la investigación humanística, también fue reducida a su mínima expresión. Los proyectos urbanísticos, en su mayoría en manos de empresarios afines al partido en el gobierno, destruyeron sin piedad la naturaleza y llegaron hasta arrasar los vestigios arqueológicos, con su consiguiente saqueo. El último caso, el del sitio ceremonial de Tacushcalco. Los gobiernos que siguieron, que se suponía iban a ser diferentes, no supieron marcar una diferencia cultural con el pasado.

Lo más preocupante es que, no obstante, la insensibilidad generalizada, la pobreza de ideas en los ámbitos académicos, políticos, etc., la ignorancia supina que los jóvenes tecnócratas han lucido en las instituciones de gobierno están a la vista, no se vislumbran intentos ni planes de cambiar esos esquemas mentales. Se habla de la pérdida de valores, se está haciendo un esfuerzo por refundar la sociedad, a partir de limpiar la política de la corrupción y redefinir reglas del juego institucionales, lo cual se aplaude. Pero dónde se ha visto que se puede cambiar un país sin cambiar su cultura. Cómo se piensa transformar la conducta social sin redefinir la ideología de la misma sociedad.

Ya para terminar, he visto con preocupación una ausencia de políticas culturales coherentes con los esfuerzos estatales en otros sentidos. Me parece que, hasta hoy, las instancias culturales –estatales y de iniciativa ciudadana– no han dimensionado lo que significa el momento que estamos viviendo. Está claro que los andamiajes sociales se tambalean y todavía no se consolida uno nuevo. Pero ya no hay vuelta atrás. Pues de acuerdo o en desacuerdo con las actuales autoridades, sus planes y proyectos, no veo una oposición coherente tampoco. Y ni hablar de la consolidación de políticas alternativas. Y la principal ausente es la cultura. La que debería tener su prioridad y urgencia.

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Carlos Velis
Carlos Velis
Escritor, teatrista salvadoreño. Analista y Columnista ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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