Breve epístola al que teme ver hacia adentro
Hermann Hesse afirmó que “Cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. Quiso decir que la imagen odiosa que construimos del odiado es un calco proyectado hacia afuera de lo que llevamos dentro. Quien odia a otra persona, se odia a sí mismo a través de ella. Y esto le gusta. Se regocija en ello. Porque está enfermo.
Por su parte, Nietzsche aseguraba que “No se odia al que se menosprecia; sólo se odia al igual o al superior”. Lo cual quiere decir que quien odia no puede menospreciar a la persona odiada, pues el menosprecio nos vacuna contra el odio. ¿Qué nos importa alguien que sabemos que es inferior a nosotros? El que odia escoge a su persona odiada porque la considera su igual o su superior, ya que sólo recurriendo a esta escala de valores puede proyectar hacia afuera la podredumbre que lleva dentro. No se “rebaja” a odiar a quienes considera inferiores. Siempre apunta hacia arriba porque allí se encuentra lo que quisiera ser.
Tanto Hesse con Nietzsche nos sugieren algunas de las múltiples razones que pueden provocar el odio: quizá un arraigado sentimiento de inferioridad o minusvalía ―de seguro adquirido en la niñez― pueda explicar esta obsesiva proyección hacia afuera de la amargura que llevamos dentro y que necesitamos endilgar a otra persona porque no tenemos la entereza suficiente de enfrentarla como algo exclusivamente nuestro. Hacerlo nos acobarda e intimida. En eso pensaba George Bernard Shaw cuando dijo que “El odio es la venganza de un cobarde intimidado”. ¿Venganza de qué? De la amargura que le provoca su propia podredumbre interna, la cual es insoportable y por eso se la echa encima a otra persona, sobre la cual proyecta todo el infierno de su autoodio.
Porque quien odia vive en el infierno. Un infierno cuyos muros están hechos de su miedo a ver dentro de sí y a aceptarse como es para poder empezar a reconstruirse como un ser feliz, satisfecho y realizado. Mientras no lo haga, seguirá sufriendo. La cobardía y la debilidad potenciadas por su temor a ver hacia adentro en vez de hacia afuera le impedirán hacer realidad sus delirios de grandeza. Mientras no dé este paso fundamental ―admitir quién es realmente y usar esta admisión como cimiento para construirse con solidez y sin fantasía―, continuará formando destacada parte de la mediocridad que tanto aborrece y que le endilga a la persona odiada. Mientras no supere esta postradora debilidad aniquilante, seguirá viviendo en el infierno en el que se le queman los sueños, en el que desperdicia sus años, en el que dilapida su inteligencia y su innata capacidad de amarse a sí mismo y a los demás. Sólo la fortaleza de espíritu puede sustituir esta debilidad. Pues no en vano enseñó Alphonse Daudet que “El odio es la cólera de los débiles”.