De tanto que se repite, ya casi es una simple verdad de Perogrullo: La politización de la justicia, más temprano que tarde, se revierte en judicialización de la política. Podría ser la venganza de los jueces, cansados de tanta manipulación grosera por parte de los políticos. O, también, podría ser una última jugada de los propios políticos que, llevando las cosas al extremo, utilizan de nuevo la justicia para arreglar sus cuentas internas y castigar a sus adversarios de partido.
No importa mucho. De cualquier manera, lo cierto es que la arbitraria intromisión de la política en el sensible campo de la justicia sólo conduce a la creciente y perversa degradación de esta última. La justicia se pervierte y desnaturaliza en la medida en que la razón política la condiciona y limita. Son dos espacios distintos, regidos por normas y estilos diferentes, con objetivos y propósitos muy diversos y hasta contrapuestos. Si se viola la frontera que los separa, se abre la puerta a la arbitrariedad y el abuso. Una justicia influida por la política no es justicia. Su esencia se deforma en el momento mismo en que los jueces pierden la objetividad y la independencia. Un juez venal, sin honestidad ni decoro, es tan peligroso como un policía corrupto o un soldado cobarde en el campo de batalla.
En nuestro país tenemos abundantes ejemplos de ese proceso múltiple y perverso de politización y judicialización simultáneas entre la justicia y la política. No es casual, entonces, que las encuestas de opinión revelen con preocupante frecuencia el alto nivel de desconfianza que tiene la población con respecto al sistema de administración de justicia. Los jueces, los policías, los diputados, y los políticos en general, salen siempre muy mal librados en las distintas mediciones de opinión que se hacen en el país. La gente desconfía, duda, recela y, al final, rechaza las acciones y el desempeño público de estos actores.
Y así se va conformando un cuadro general de descrédito y sospecha permanente en torno a importantes instituciones del Estado y la sociedad. La falta de confianza, a su vez, se traduce en déficit de legitimidad política y social, lo que al final desemboca en debilidad institucional y degradación del Estado de derecho. La politización de la justicia y su reverso inevitable – la judicialización de la política – conducen, finalmente, hacia el fracaso institucional de la sociedad y el riesgo seguro de un Estado fallido.
En los últimos días hemos podido asistir a una especie de “streap tease ético” de la mal llamada clase política de nuestro país. Acusados en los tribunales y acosados por el repudio público, muchos de sus dirigentes no han vacilado en despojarse de sus máscaras y mostrar a la sociedad sus verdaderos rostros. Sin vergüenza alguna, intentan manipular las leyes, reformándolas en público o en privado, modificando sus formas y contenidos, adaptándolas a su propia conveniencia con el único fin de blindar el régimen de impunidad del que han gozado siempre y quieren seguir disfrutando. Esa burda manipulación de la justicia no sería posible sin la complicidad abierta o discreta de actores clave dentro del sistema de administración de la misma. Esa colusión entre políticos corruptos y operadores de justicia complacientes, se traduce en una deformación total de las leyes y genera preocupante pérdida de confianza y respeto por parte de la población ofendida. De esta forma, el gobierno, que ya padece una bien merecida pero preocupante falta de legitimidad, fruto del fraude electoral de noviembre pasado, se debilita cada día más y, al mismo tiempo, sucumbe cada vez con mayor intensidad a las peligrosas tentaciones autoritarias y represivas. Un gobierno en proceso de debilitamiento tiende a buscar en la represión la fortaleza que no consiguió en las urnas. Sucumbe al delirio autoritario y pide en los cuarteles el apoyo que le negaron en los votos. Pero se equivoca. El respaldo castrense, equivalente a un beso envenenado, no lo fortalece sino que, a la larga, lo debilita más, porque lo aleja del pueblo y lo acerca al precipicio. Y cuando ese momento llegue, no habrá justicia politizada ni política judicializada que lo rescate del inevitable derrumbe.