Jugando cerca de casa

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Mi  padre se habí­a llevado a mi madre a vivir a su finca, pero allí­ sólo habí­a un cafetal y tierra para sembrar cereales; mi padre cosechaba el café y cobraba alquiler por la tierra alquilada para sembrar maí­z y pasteo de ganado, pero todos esos ingresos los utilizaba para joder con sus amigos de los pueblos vecinos. Mi madre habí­a subsistido viviendo en una casa en ruinas, sembrando media manzana de terreno con maí­z y recolectando plantas comestibles que crecí­an en forma silvestre (mora, chipilí­n, verdolaga, hongo, ayote, papelillo, tunquito, etc.).

A los dos años de haber llegado a vivir en la finca, mi padre se fue a trabajar en el consulado en Nueva York,  mi madre regresó a vivir en Sonsonate, en el mesón Ruiz de propiedad de mi abuelo, en que residí­an sus padres y sus hermanos; mis tí­os, quienes eran dueños de una talabarterí­a (donde se elaboran sillas de montar a caballo, albardas y aparejos) le compraron una máquina de coser, con la que hací­a ropa de mujer y niños para que se vendieran en el mercado, a dos cuadras de distancia. Mi madre me contaba que yo me salí­a al corredor a ver jugar a niños y niñas más grandes, que ellos me cuidaban bastante, pero cuando me hací­a pupú le llegaban a decir para que me limpiara las nalgas. Cuando tení­a tres años ya jugaba con otros niños y niñas de cuatro o cinco años, pero siempre terminaba llorando cuando me caí­a o me empujaban. A pocos metros del cuarto en que viví­amos habí­a una tienda, mi madre habí­a hablado con la dueña para que me diera un pan con crema en la mañana y en la tarde, ella le pagaba a la semana. 

Mi padre regresó de los EEUU, dicen que se vino huyendo para no ir a pelear con los japoneses, regresamos a vivir a la finca y mi padre a disfrutar con sus amigotes; mi madre sembraba maí­z, frijol y arroz con la ayuda de unos pocos mozos colonos que viví­an también en la finca; cerca del ojo de agua hizo unas aradas y sembró algunas verduras como rábanos y zanahorias; detrás de la casa hizo una parra de  güisquil; compró unas gallinas ponedoras e hizo una crianza de pollos.

 Mi abuelo querí­a a mi madre como que si fuera de su familia, cuando ella era jovencita y se vistió de india, le tomaron una foto y ella se la entregó a mi abuelo con un mensaje muy amistoso; la conocí­a desde niña, porque el tení­a un cuarto (habitación) en el mesón Ruiz, a la par de la talabarterí­a de mi abuelo materno, compartiendo el mismo corredor. Mi abuelo nunca se imaginó que esa muchacha tan bonita serí­a la mujer de su hijo mayor.

Ante la pobreza en que mi padre mantení­a a mi madre, prácticamente abandonada en esa finca, mi abuelo le mandaba a regalar queso y mantequilla que se hací­a en su finca, a un kilómetro de distancia; cuando le contaron que mi madre se habí­a puesto muy flaca y que posiblemente estaba tí­sica (con tuberculosis), le mandó a regalar una vaca, mi madre la ordeñaba y le sacaba tres botellas de leche diarias (porque hay que dejarle algo de leche para el ternero), vendí­a dos y la otra la tomábamos junto a mis dos hermanitas.

Mi madre hací­a vestidos de partida, todos del mismo diseño y tela, se los vendí­a a una hermana de mi padre que tení­a una tienda combinada con farmacia en el pueblo, pero la mayorí­a de la gente que allí­ compraba era muy pobre y solo usaba una mudada al año. Para que yo la dejara trabajar en su máquina, le dijo al hijo de uno de los colonos que le mandara a su hijo de cinco años a jugar conmigo. Era un niño gigantesco, me duplicaba en estatura y muy fornido, tení­a unas patas (pies) muy grandes, se llamaba Sergio, pero le decí­an Chejona; el me enseño a conocer todas las plantas y animales que allí­ habí­a, salí­amos a caminar a varias cuadras de la casa y el me explicaba todo: por que salí­a y se ocultaba el sol; porque las plantas necesitan el agua; porque los pájaros vuelan; porque las hormigas viven en hoyos hechos en la tierra; cómo es que se camaronea y se cangrejea; cómo se comen los mangos, las manzanas rosas y las paternas.

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Santiago Ruiz
Santiago Ruiz
Columnista Contrapunto.
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