Ayer, tres salvadoreños paseaban por Huelva, una ciudad en el sur de España, a orillas del Atlántico. Cerca de ahí hace 500 años se preparó un viaje que por azar torcería el destino del mundo. Pero anoche se inauguró el alumbrado navideño en Huelva, esa ciudad que tanto recuerda a Colon. Ahí, la multitud estrenaba su euforia navideña bebiendo cerveza en los bares, conversando en la plaza y comprando en las tiendas. Tiene mucho de mercado para nosotros la felicidad. Las luces con la noche como alto telón de fondo eran una fiesta esplendida en los ojos. Los tres salvadoreños estaban ahí, pero también allá, fraccionados en dos mundos. Todo lo que veían llevaba prendida una comparación: un grupo de niños (entre ellos una muchachita) jugaba al futbol en la plaza a las diez de la noche y de inmediato pensaron en cómo transcurría la niñez en una lejana ciudad de Centroamérica. Esos hombres que paseaban en el cochecito a su bebe, como presumiendo de ser padres modernos, de inmediato los hicieron pensar en cómo se vive la masculinidad y la paternidad en una lejana ciudad de Centroamérica. Viajar es comparar como decía el santo patrón de los viajeros. De las comparaciones se alimenta nuestra inteligencia. Uno de los destinos finales del viaje es el conocimiento, aunque este vaya prendido a la chispa que producen las pequeñas comparaciones.
Todo ese murmullo de gente recorriendo las calles de la ciudad de una forma semejante a como la sangre circula por el cuerpo, no solo era una suma informe, era vida, era tejido social inmerso en el ocio, después de la jornada laboral. Nosotros, en aquella lejana ciudad del “nuevo mundo” también vivimos el ocio, pero el ocio es otro, es un ocio ralo, amenazado e intensamente rodeado de precauciones.
Cuando las precauciones afuera pesan tanto, nuestro espíritu y nuestro cuerpo se habitúan a vivir dentro de una jaula invisible. La supervivencia en una sociedad donde el crimen se ha vuelto costumbre nos ha hecho expertos en la construcción de puertas de hierro de muy diverso tipo.
En esta sociedad archipiélago llena de islas amuralladas e islas inermes, al igual que el agua, también la libertad se ha vuelto un bien escaso en la vida cotidiana. No hay un marco seguro para que proliferen los coleccionistas de estampitas, los clubs de amigos de Santa Catarina ni mucho menos para tener un negocio tranquilo en el mercado de abastos. La inseguridad y la precaución enmarcan la profusa red de los pequeños intercambios sociales. Los novios adolescentes deben saber a qué calle o rincón irán a besarse. El vecino que va al hospital ha de saber por cuáles barrios pasa. Todas estas cautelas limitan la expansión de la vida, la empobrecen e impiden de igual modo la vitalidad de la muchedumbre entregada al ocio, después de la jornada laboral.
Viendo a la gente bajar y subir por las calles de Huelva, con bolsa de compra en la mano, en grupos familiares, a solas, en pareja, en pareja con niño; viendo esas mesas en las terrazas en las cuales se bebe y se conversa hasta altas horas de la noche, los tres salvadoreños se preguntaron si la visión del cambio en su país no pasa de cubrir el reparto igualitario de arroz y frijoles, olvidando que también necesitamos otra vida en sentido amplio, necesitamos otra ciudad, una ciudad a secas.
Y por eso quería decirles esto: ignoro cuál es el programa político de Nuevas Ideas y supongo que le costará montarlo por culpa de esa ensalada ideológica que actualmente lo nutre como partido. Sospecho que si Bukele llega al gobierno no podrá liberarse de las peores inercias que constituyen nuestra cultura política. Habrá continuidad, pues, no se hagan muchas ilusiones, la corrupción es también una cultura que no desaparecerá de un plumazo en el país de la impunidad. Tampoco sé a ciencia cierta hasta qué punto Nuevas Ideas encarna a una nueva política. Tengo serias dudas pero, aparte de eso, no le pido peras al olmo. A pesar de estos reparos (que no son leves), creo que la gran diferencia de Bukele, respecto a sus adversarios, es que posee una idea de ciudad, en gran medida estética –restauración, iluminación¬–, que persigue construir un marco para que la ciudadanía vuelva a reencontrarse con el ocio. Esto tendemos a verlo como secundario, pero no lo es. La estética como preocupación arquitectónica y ciudadana se suma a la construcción de una mejor calidad de vida. Necesitamos arroz y frijoles, pero también necesitamos con urgencia otra vida.
Es obvio que no hay espera de otra vida, sin esperanza, sin un pequeño aliento utópico. Tiene mala prensa la utopía, pero sin ella no hay política, salvo que uno la entienda como un menú de cambios económicos y mejoras administrativas. Todo eso no sería más que una oferta tecnocrática de macroplanificadores. La política es eso, por supuesto, pero es algo más: es una promesa de mejora pública que implica una reforma de la vida ciudadana. En toda utopía hay una idea de ciudad. Esa idea sin economía política es humo, pero la economía política sin una idea utópica de ciudad tampoco es nada.
San Salvador iluminada por la noche es la utopía que propone Bukele y que mucha gente ha hecho suya como una esperanza de cambio, como una esperanza de otra vida. Justo eso es lo que ya no pueden prometer aquellos que tantas promesas han traicionado.