lunes, 15 abril 2024
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Homenaje a Monseñor Romero

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Monseñor Romero fue aquel amigo perfecto. Hombre de fe, leal a los principios de Dios y a los de la Humanidad

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Cuando el justo muere, la voz que expande y difunde su justicia enferma. La esperanza se resiente. Duele la memoria. Pero el justo, de la talla de Monseñor Romero, nunca desaparece. La verdad lo devuelve. La historia lo revive lentamente.  El coma, la enfermedad de Monseñor Romero acaba de detenerse.

Monseñor Romero empezó a ser justo el dí­a que empezó a tener conciencia. Empezó a morirse el dí­a que empezó a publicar las injusticias de su pueblo.

Monseñor Romero ladraba como un perro guardián, fiel, dispuesto a defender con su propio pellejo, los ataques de la opresión, del absolutismo, de la arbitrariedad, del poder contra los más débiles. 

Monseñor Romero fue aquel amigo perfecto. Hombre de fe, leal a los principios de Dios y a los de la Humanidad. Hasta la muerte, mantuvo una pasión, una perseverancia, una gentileza, una generosidad que se llevó consigo, como si su raza fuera única: la raza de Monseñor Romero.

Justo entre los salvadoreños, sin veleidades eruditas, hoy su mirada se proyecta al mundo, no por su fama, dinero o poder, sino por su humildad intachable y desafiante contra los que utilizan el poder para encubrir sus propios fracasos.

Hoy, la historia lo regresa, su palabra prolifera, su mensaje se multiplica.

Hoy se cumple su propia profecí­a, “si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.

Eternamente, Óscar Arnulfo Romero.

 

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El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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