Lo alternativo por fuerza se apoya en lo que niega y busca superar.
En su artículo “La crisis de la democracia en el neoliberalismo” (La Jornada 31-3-17), Emir Sader dice que “la era neoliberal es la era del agotamiento del sistema de las democracias liberales”, las cuales se han vaciado de contenido “dejando al sistema político y a los gobiernos suspendidos en el aire”. Por eso dice también que “ya no se trata de reivindicar un sistema que se ha agotado, sino de construir formas alternativas de Estado, de sistemas políticos y de representación política de todas las fuerza sociales”. No indica en qué consisten esas “formas alternativas”, porque ―como todos en esta hora de desplome de paradigmas― quizá tampoco lo sabe. De seguro está ―como medio mundo― en la búsqueda de elementos para articular un nuevo prototipo político, y lo hace dentro de lo que queda del sistema, pues ―desde la caída del socialismo real― no existe un “afuera” de él.
Hablar de “formas alternativas” al liberalismo no quiere decir ―y hay que dejarlo claro― hablar de socialismo, ya que éste es un paradigma congelado quién sabe hasta cuándo, sobre todo porque el neoliberalismo se las arregló para desactivar al sujeto revolucionario mediante la entretención compulsiva y adictiva, al extremo de hacerlo creer que hasta la protesta, la indignación y la lucha por el cambio deben ser divertidas. Tampoco quiere decir engolosinarse con expresiones como “ir más allá”, “hacer algo distinto” o “apostarle a otro futuro”, pues estas son frases hueras que encajan mejor en una balada, en un bolero o en mal poema de amor que en el análisis concreto de la situación concreta.
Las formas alternativas a algo siempre se apoyan en ese algo que niegan. No tienen más remedio, pues ese algo es lo que hay y constituye la única plataforma para destruirlo y convertirlo en algo distinto. No hay un “afuera” de la plataforma. En el caso del mundo actual, no por el momento. De aquí que cuando Laclau aconsejaba a la izquierda llevar el ideario liberal a sus últimas consecuencias para demostrar que los neoliberales no actúan conforme a su prédica y fomentar así sus contradicciones al tiempo que se concientiza el sujeto decepcionado por el derrumbe del paradigma socialista y la derechización de las izquierdas, no lo hacía para adherir al liberalismo, sino para dinamitarlo. Y en tal sentido, la suya era una forma alternativa de construir Estado, sistemas políticos y formas de representación política de todos, como quiere Sader.
Esto, empero, horroriza al izquierdismo ―esa “enfermedad infantil” de los más papistas que el Papa que aborrecía Lenin― porque supone que el ideario de la izquierda debe funcionar en la práctica como dogma y no como guía, como mandamiento y no como método a ser aplicado creativamente según la situación histórica específica. De aquí frases como “Socialismo o muerte”, que aparecen hoy en los muros de la Ciudad de Guatemala, pintados por “estudiantes” que presumen de radicales sin tener la más vaga idea del despropósito en el que incurren.
Proponer llevar el ideario liberal a sus últimas consecuencias para provocar que los neoliberales se opongan a ello y así radicalizar la lucha de clases, no equivale a volverse liberal, sino a aplicar el método y la guía creativamente. A esta propuesta se le pueden hacer críticas, pero sin duda no la de invalidarla por no apegarse al principismo retórico izquierdista. Esto no es sino piadosa censura eclesial. Histérico gritito escandalizado.
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