Por René Martínez Pineda.
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En estos días, sobre todo en estos días, recuerdas que no te gustaba que te dijera: “mamá”, sino, Esperancita, porque en su boca tu nombre sonaba tan dulce como el infinito amor que le tenías, que le tienes, que le tendrás siempre. Recuerdas -enjugándote los ojos, mordiéndote los labios, tronándote los dedos- que te gustaban las almendras, porque -decías, con una sonrisa que nadie podría igualar- son tan misteriosas como sus ojos; recuerdas que, desde que la mano ósea del odio oficial lo acribilló, desde que la mandíbula espuria del cainismo lo engulló, dejaste de sonreír, dejaste de latir, dejaste de ser, te dejaste a la buena voluntad de una memoria que está llena de olvidos.
Hoy, tantos años después, te levantas a las cuatro de la mañana a barrer el patio de la casa y a preparar la leña para hacer las tortillas. Esa es una buena excusa para maniatar tus suspiros; para recordar que tu casa sigue siendo tan humilde, despintada y remota como cuando estaba él, porque eres una más de las olvidadas, de las ausentes… porque eres una más de las víctimas de las traiciones civiles y retóricas. Todas las navidades has querido amanecer seria, fría, rígida, callada, pero tu locura íntima te hace creer que estás teniendo una pesadilla, y que él (tu niño-hombre que cambió la pistola de juguete por una de verdad) no ha muerto.
En estos días, despiertas con una sombra de nostalgia en los ojos, y corres hasta su cama esperando hallarlo dormido, soñando con un país perfumado; y corres hasta el baño, porque crees oír que la herrumbrosa regadera entona una vieja canción de protesta… pero, estás sola, sola en tu laberinto de dolor. Sola. Y te pones triste, y te escondes en el abrazo frío de la casa que él te prometió pintar con los celajes de un cielo compartido; y los fuegos artificiales que celebran la riqueza ajena, allá en lo alto de la ciudad, te hacen vomitar, y te pones a llorar a muerte, y te pones a morir en llanto, a escondidas de quienes creen que ya no sufres, y a solas te conviertes en lágrima. Suspiras. Flaqueas.
Y te pones a lavar con furia su ropa limpia, y arreglas los regalos, por si él vuelve de repente; y sales a la calle a matar las torturas y amenazas y traiciones que él sufrió, sin merecerlas; y te alegras cuando ves a los jóvenes sacándole la lengua a la oposición colmada de negacionistas; y suspiras hondo cuando ves a alguien recoger el grito que él dejó tirado y se sube al podio donde, una vez, lo viste hablar, y en ese instante supiste que ya era el gran hombre que soñaste, ese hombre que hacía soñar al público con sus palabras ciertas y críticas y valientes.
Hoy, nadie sueña con él… sólo tú, sólo tú; hoy, a nadie hace soñar, sólo a ti, sólo a ti. Y te alegras, y te afliges, y sufres mucho, porque comprendiste, al fin, que tu hijo –el que dejó desamparada la navidad de tu vida; el que cambió el lirismo de la guitarra por la denuncia del fusil- está vivo cuando su recuerdo se parece al país que soñó construir. Entonces, tomas el bus, y te pierdes en el beso amargo de la ciudad, y te da sueño, y vuelves a ser, por un instante, la romántica sin remedio que fuiste, porque su recuerdo te inunda el pecho, mientras tú inundas la ciudad con el vaho de tu melancolía.
Ya viene la navidad… lo sabes porque amaneciste triste y el viento se pasó llevando tu alma y te dejará con las manos con un juguete sin niño: tu niño-hombre que no le tuvo miedo a las balas genocidas, ni a la corrupción fratricida que convirtió en amigo al enemigo; tu niño-hombre, tu hombre-niño que, desde la muerte, le teme al minuto en que lo despiertes con un beso real, porque ya estás vieja, más vieja que en las fotos, pues por ti no han pasado tantos años, sino el doble, desde que uniste el tiempo de su muerte con el de tu espera. Suspiras.
Y sonríes, y te tiembla el corazón de alegría, y te arreglas, minuciosamente, para lucir tan bonita como en aquellos años –los años junto a él-, y te pones tu mejor vestido al intuir que la espera casi termina, casi termina… y te sientas a suspirar con su foto en el pecho, mientras el viento se lleva de la mano la basura, y recuerdas que tienes que ir a calentar su comida, por si regresa a tus brazos.
Y entonces la que se pone triste es la navidad, y nosotros también, pues dejaremos de ver a una de las verdaderas heroínas de la guerra; porque la navidad perderá un lienzo de cultura; porque la historia perderá su patrimonio más amado: las madres de los estudiantes que murieron en la guerra sin esperar nada a cambio, algunos de los cuales eran estudiantes de sociología. Las madres de los desaparecidos entrañables que ya nadie recuerda, ni sueña, ni imita, ni sigue, desde que sus herederos de oficio estuvieron entretenidos en robarle al pueblo por el que ellos lucharon hasta el último latido; esos mismos desaparecidos que, al fosilizarlos en el olvido, los hacemos desaparecer de nuevo. ¿Eso nos convirtió en cómplices o en perversos? Peor aún… ¿eso nos convirtió en ambas cosas, debido a que tenemos la memoria llena de olvidos, en lugar de tener el olvido lleno de memoria?