Por René Martínez Pineda.
En la práctica, el municipalismo se convirtió en corrupción descentralizada. Esa es una de las premisas para la reducción de municipios, muchos de los cuales en lugar de fomentar el desarrollo local descentralizaron la corrupción como premio de consuelo de las alianzas políticas, lo que llevó al Estado a una condición inerte. Esa rigidez del Estado se combinó con la crisis anunciada del municipalismo que reforzó el descontento local y la concreción de una “no identidad” municipal que se vino consolidando bajo la bandera de mil partidos. Por ello, la disminución de municipios en un tiempo de transición -lo racional de la territorialidad- se constituirá en una tendencia hacia otros contextos de identidad sociocultural e identificación que le darán un nuevo sentido de pertenencia a las ciudadanías; a la gobernabilidad desde el territorio para que la gente no sufra la deflación del poder local; a la hegemonía cultural como premisa de lo político y, finalmente, al espectro político que se verá democratizado.
La propuesta es una respuesta a la visión soberanista desde la radicalidad democrática del municipalismo que se piensa como factor dinámico de la nación, y no como un simple espacio administrativo para cobrar tasas, hacer festivales gastronómicos y ganar el concurso de la fiesta patronal más cara. Dicha propuesta forma parte del constructo teórico de la Sociología del Territorio que aborda la “territorialidad democrática” como racionalidad estatal. Y es que, una readecuación político-administrativa lleva a la radicalidad democrática, en tanto le da un equivalente y efectivo poder a la ciudadanía en la toma de decisiones para un desarrollo territorial “no feudalizado”, lo que se estructura en tres tipos de soberanía: 1) La Superestructural, como racionalidad del gasto público, reinventando las formas de organización política territorializadas en pocos y grandes municipios, en lugar de muchos y pequeños; 2) la Estructural, con la que la nación recupera la articulación social y el control territorial en el tiempo-espacio íntimo, pues no existe identidad sociocultural con el municipio como figura administrativa, sino con las personas con quienes se tienen relaciones sociales cotidianas; y 3) la Colectiva, en tanto expresión personal sumergida en el derecho positivo como forma comunitaria de organización social, cultural, política y económica con perspectivas de fortalecimiento.
Claro está que no se puede obviar el proceso histórico del Estado con una raíz de favoritismos electorales, tal como “regalarle” a los ricos el título de municipio de sus fincas para que, de dueños, pasaran a ser reyes, y ese fue un proceso gestado verticalmente (nunca hubo consulta popular o debate académico cada vez que surgía un nuevo municipio). Lo anterior hay que sumarlo a los dos siglos de construcción política basada en la corrupción y el aislamiento que explica las negativas de hacer de Centro América una sola nación con ventajas competitivas frente a las potencias mundiales.
En las actuales condiciones, cabe atender el perfil post-ideológico de la cultura política que reemplaza el interés meramente electoral con el interés ciudadano (reacomodo en la conformación de los grupos con características parecidas -y diferentes, al mismo tiempo- que obliga a hablar de “las ciudadanías”) que remonta las ideologías interiorizando la igualdad social como “el problema” a vencer, por lo que es otra forma de expresar el poder cotidiano subyacente en la representación simbólica (inexistente en los viejos partidos), construyendo otro consenso social básico desde un municipalismo con valores sustentados en la realización personal, en cuanto participación cultural coherente con la evolución social, sobre todo en materia de relaciones sociales, comunicación en tiempo real y destrucción de la distancia con los nuevos medios de transporte que hacen absurda la vigencia de esos tantos municipios con los que se construyó una democracia mini-municipalista.
La reducción de municipios -que le dará connotación igualitaria al voto- es crucial para la reinvención del país, y hará evidentes las limitantes de visión de nación de la oposición. Estamos frente a la contradicción entre racionalidad histórico-política (hegemonía progresista), e irracionalidad político-administrativa fundada en la arcaica noción oligárquica. Lo que surgirá con el reacomodo territorial son las nuevas conductas sociales vinculadas a nuevos sujetos político-culturales -grupo municipal gobernante con mayores capacidades- asociados a la participación directa que trasciende el patio trasero como símbolo de la regeneración democrática iniciada en 2019. Esa será una nueva forma de ejercer el poder como territorialidad democrática.
Finalmente, hay que comprender la reducción como la posibilidad que se tiene de reinventar el país desde la democracia electoral con apoyo mayoritario, y eso implicará una mayor participación en la vida política desde lo cotidiano, ese tiempo-espacio que se gestiona en relación con los cambios que genera la población sobre el territorio y en relación con la eficiencia burocrática, la equidad en la prestación de servicios y la representación política, conjunto de factores que son los que determinan la gobernanza que gobierna. Así, la propuesta de reducción es no concebir al país como estático, acabado y secuestrado por las viejas instituciones políticas, como era entendida hasta hace cuatro años la política salvadoreña.