Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
Nosotros vivíamos bien, no en cuanto a dinero, ese siempre fue escaso, sino en cuanto a la felicidad y protección que puede dar un hogar custodiado por mujeres de buen corazón, y a pesar de que habitábamos un cuarto de mesón minimalista, a nosotros nos parecía que estábamos en una mansión inmensa que, para envidia de las otras, olía a pan recién horneado. El sueldo de mi mamá no alcanzaba para casi nada, pero mi abuela hacía milagros en el mercado para que siempre comiéramos rico, y a tiempo, y hasta le alcanzó para comprar, con dificultades de pago, un televisor blanco y negro frente al cual nos reuníamos para ver las películas de Cantinflas y, a las once de la noche en punto, la novela, “Sombras tenebrosas”, que tenía como protagonista a Barnabás Collin, el vampiro, elegante y sombrío, que mi abuela amaba en secreto. Venciendo la carencia, en navidad estrenábamos ropa y teníamos juguetes nuevos, un milagro que sólo pueden hacer las madres y abuelas, porque ellas son oriundas de Macondo.
En muchas ocasiones, estuvimos al borde del hambre (es feo recordarlo), pero nunca cruzamos esa tétrica frontera gracias a mi madre, usted lo sabe muy bien. Haciendo de tripas corazón, en contadas ocasiones hasta alcanzaba para ir a comer pupusas revueltas donde la niña Lilian, y a esperar a que pasara el tren de las seis de la tarde y salir corriendo a saludar a los viajantes que, en nuestra imaginación, venían de países que sólo existen en los sueños infantiles. Yo creo que fueron esas carencias las que nos hicieron amarnos, unas a otro, en el silencio del mesón que veía a mi abuela haciendo conjuros culinarios, y a mi mamá, haciendo milagros pecuniarios con ahorros imposibles.
Los inquilinos fueron testigos de los milagros que sucedían en el cuarto número 7 del mesón, ese territorio sin fronteras humanas que temblaba de felicidad y que, al verlas pasar, le hacía reverencias a mi mamá, y a usted. ¿Dije usted? ¿Se ha dado cuenta de que la he venido confundiendo con mi abuela? Nunca falté a la escuela, aunque a veces deseaba quedarme en casa rondando los zompopos de mayo que recorrían el patio, los que por las noches se convertían en luciérnagas con las que, bajo el conjuro de Verne, jugaba a hacer sombras en las paredes para que se vieran más chulas. Usted sabe que mi mamá murió en estos días. Fueron días muy duros para ella, tuvo que sufrir el hambre y el dolor que no merecía. Murió un sábado y, unas horas antes, estuve a su lado para darle consuelo con mis palabras entrecortadas y mis manos de panderetas; para decirle al oído, muy quedito, que se podía ir en paz a reunirse con mi abuela. Pero eso usted ya lo sabe, y creo que por eso ha venido a verme.
Desde hace años tenía ganas de hablar con usted, cara a cara; con usted, que fue la persona más importante para mí; que fue la columna que mantuvo en pie las paredes del hogar; que fue la extensión de un amor invicto a través de mi mamá. Yo las quise mucho, a ambas, las amé hasta lo indecible, aunque nunca se los dije con palabras porque ustedes, en coro, me dijeron que bastaba con que fuera un hombre bueno que luchara contra la injusticia social. Pero, cuando no me veían, yo las miraba, de pies a cabeza, y sentía un vaho de orgullo circulando por mis venas abiertas, algo así como una emoción utopista, algo así como una mezcla de cariño con historias no contadas que me hacían imaginarlas fuertes y satisfechas por ejecutar, a la perfección, la milonga del pan recién horneado que alcanza para todos. Por eso el castigo del hambre que padeció mi mamá, en sus últimos días, era algo inmerecido, lo cual usted ha venido a remediar llevándosela a su lado para comer bien rico, codo a codo, mientras escuchan las canciones de Pedro Infante, para que yo las vea en el refugio de la almohada y deje de estar triste. Lo sé muy bien, y sé muy bien que usted no es de este mundo; y sé que en este momento yo soy la aparición, yo el espectro, yo el muerto que vive en el laberinto de sus memorias saboreando el pan recién horneado que jamás volveré a comer de este lado de la vida.
Ahora las veo juntas, a usted y ella, a ella y usted, a ustedes y yo. La gente va a creer que estoy loco, porque sólo los locos platican con los muertos… y tendrán mucha razón al creerlo, porque la locura es el último refugio del dolor, es el último refugio de la falsa resignación, es el último refugio de la impotencia por no ser capaz de conquistar la inmortalidad para regalársela a quienes, de rodillas, amamos en silencio y a solas. Las dos se merecen ser inmortales en la levedad de las palabras que escribo, con demencial disciplina, para no volverme loco con el aroma a pan recién horneado que sólo existe para mí…