sábado, 3 mayo 2025
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Escrito en una servilleta: Laudate ad insaniam. La locura es un signo de cordura (II)

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"La literatura, es la visa para entrar al territorio del imaginario, sin importar el idioma, ni las ideologías": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Desde la primera palabra, supe que escribir era un acto suicida -le petit suicide- que me mantendría cuerdo en un país que era gobernado por genocidas y ladrones pedorros. Sí, le petit suicide, porque dejo la vida expuesta, en carne viva, en cada frase. Lo anterior no es relevante en un país en el que, el oficio de escribir, es visto como “no hacer nada”, aunque uno se juegue la vida como si fuera la profesión más peligrosa. Eso me lo dejaron claro los escritores que convertí en mis padres putativos. García Márquez, me reveló que la vida no la enseña nadie, y que no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda; de Marx, (un intruso que convoqué para poner la parte social), aprendí que la manera cómo se presentan las cosas, no es la manera como son; Saramago, me impulsó a escribir lo profano, y me demostró que los escritores viven de la infelicidad del mundo de la ceguera, porque en un mundo feliz, nadie sería escritor; por Homero, supe que la guerra más larga es encontrar el camino a casa; y, Roque, agregó que el único camino disponible es el que lleva a la hora de la ceniza de los tristes más tristes del mundo. Entonces concluí que, en el escrutinio final de mi vida, soy los libros que he leído.

Sólo en los intersticios de la literatura -o por la divina merced de sus renglones torcidos- podemos arreglar el mundo, a imagen y semejanza de una metáfora hermosa; en ella, podemos acabar con la pobreza contando la historia de las víctimas que salen victoriosas; podemos relatar las hazañas que nos llevan a vivir en una sociedad justa, en la que, el Quijote, es el héroe nacional; la libertad con igualdad social, es el dogma pétreo; y todos conocen el hielo en persona. Sin el realismo mágico, seríamos cuerpos errantes en el infierno de la injusticia.

La literatura, es la visa para entrar al territorio del imaginario, sin importar el idioma, ni las ideologías, y es capaz de llevarnos a sentir y pensar lo mismo. Todos nos hicimos enemigos de Amadis de Gaula, para seguirle la corriente a Don Quijote, en su lecho de muerte, para que no dejara de ser quien era, y todos no estuvimos de acuerdo cuando dijo: “ya yo no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano”, pues, en el momento de su muerte, es cuando comprendimos que el mundo no puede ser un lugar bueno sin la existencia del utopista más noble de la historia, el hombre de la Mancha que le borró las manchas a los hombres, el loco más cuerdo que le dio cuerda a la fantasía, el caballero andante que venció a los molinos de viento, aunque Cervantes haya escrito lo contrario.

Comprendí la responsabilidad de ser escritor, cuando el marxismo se apoderó de mis sueños de justicia social, y hasta la fecha sigo siendo marxista, porque en sus escritos -que muchos satanizan, sin haberlos leído, y si los leyeron, no los comprendieron- está oculta la razón originaria de la utopía de la igualdad social, y está, a flor de piel, la reinvención de la sociedad con el estilo clásico tardío del pueblo renacentista. El haber iniciado mis pasos leyendo a Verne, fue lo que me llevó a soñar con Paris, ese escondite interino para quien la literatura es una necedad de la que depende mi vida, la cual he comparado con la del fantasma de la ópera de Macondo, usando una de las máscaras de Octavio Paz, y leyendo, sigilosamente, los textos de Marx y, por contraste, los discursos demagógicos de los presidentes infames que verían su fin, por fin, a finales de la segunda década del siglo XXI, después de tres décadas en las que vi cómo el partido de izquierda hizo, del poder, un violín, ese instrumento que se toma con la mano izquierda y se toca con la derecha.

Ser escritor me ha llevado a creer que no soy un turista en ningún país, o que soy un salvadoreño que, sin dejar de serlo, puedo tener la nacionalidad que me dé mi puta gana, para decirlo de forma erudita. Así fue en Berlín, Buenos Aires, La Habana, Porto Alegre, Lima, Guatemala, Puebla, Guadalajara, Montevideo, Los Ángeles, Paris, México DF, Managua, Recife, y Tegucigalpa, ciudades en las que me sentí como en casa. Sólo me he sentido un extraño, en aquel El Salvador que no salvaba a nadie, y en Santiago de Chile, ciudad en la que la gente me vio, y me trató, como si fuera un leproso al que hay que marginar, sólo porque mis rasgos físicos no parecen europeos.

A El Salvador, lo llevo en la sangre, porque soy su sangre; en él nací, crecí, amé, odié, gocé, sufrí, me formé y, sin poder evitarlo, me deformé para darle forma cuando fue necesario hacerlo. Lo que en mi país pasó, me pasó la factura para que el pasado no volviera a pasar. A El Salvador, lo llevo en el alma (aunque no sepa dónde está), y tomaría las mismas decisiones duras que tomé, si en algún momento viera que la reinvención positiva del país, que hoy vivo, estuviera en peligro. Puede verse como una ingenuidad que esté dispuesto a todo por este país en el que soy un escritor indigente, debido a que, como muchos de mi especie, no tengo casa editorial para mis libros, ni cuento con más de dos lectores vitalicios que compartan la utopía a la que ya le puedo ver los ojos, esa que afirma que lo público tiene que ser mejor que lo privado, para compensar a los millones que han estado privados de todo.

San Salvador es, para mí, la tortilla universal en la que viví bajo la sombra del victimario; una ciudad víctima que mi abuela me enseñó, llevándome de la mano a través de su nostalgia, y que tenía de alegrías y tenía de tristezas que eran domadas con el coraje de las mujeres esenciales, ese tipo de mujeres que, sin estudios notorios, podían curar las enfermedades que se adquieren en el primer devaneo sexual con la “puta vieja” que amó Melitón Barba, de la misma forma en que podían curar los desamores pueriles que parecían ser la tragedia más grande del mundo. Y entonces, ya era un adulto haciendo malabares en mi columna semanal: “Sociología y otros demonios”, en Co Latino, la que tuvo vida durante veinte años, desmenuzados en mil ciento cincuenta artículos publicados para dar fe de que, la locura, es la mejor forma de cordura.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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