Por René Martínez Pineda.
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Vivimos una coyuntura que se puede definir como “tiempo-limbo”, en tanto permite reinventar lo objetivo y subjetivo, si se tiene la correlación de fuerzas; un tiempo particular que es más complejo que un laberinto sin centro, en el que somos testigos de las intentonas del pasado, por volver a pasar. En esta coyuntura que huele a estructura, vemos a la oposición -que dejó de ser política, porque no tienen ninguna cuota de poder, ni en el Estado, ni en las calles, ni en el imaginario popular- perfeccionando su talante “negacionista” -por falta de liderazgo histórico y de un ideario de cara al pueblo-, y vemos, también, que esa oposición ha hecho de las mentiras, del ruido y de las noticias falsas, su doctrina, deseando que sea cierto que las “fake news” (así les dicen, los filibusteros de las redes sociales) tengan 70% más posibilidades de ser compartidas, que la verdad. Su táctica ha sido simple: pervertir, deliberadamente, la utopía social por la que miles dieron su vida, esa ha sido su misión política y, sinceramente, la han cumplido muy bien y con una disciplina envidiable, ya que se necesita mucha disciplina para ser, al mismo tiempo, un corrupto y un pervertidor consuetudinario.
Enmedio de la hojarasca que levantan los sujetos sociales que luchan, a muerte, en el tiempo-limbo de los cambios, sobresalen las redes sociales, que no son sociales; la inteligencia artificial, que apendeja y aleja de la cultura política democrática; los bufones mediocres, como patéticos pregoneros del pasado; y una rancia estirpe de líderes embalsamados que ignoran -o no comprenden, por conveniencia o tozudez- la teoría revolucionaria -aunque vivan de mencionarla-, lo cual ponen en evidencia con sus acciones, omisiones y discursos demagógicos en los que la sopa de patas -no la revolución social- es el punto central.
Más allá de esa hojarasca, la sociología de la historia -que le apuesta a la memoria, extrayendo los olvidos que la pueblan- levanta la mano para asumir su papel de partera de la utopía social que, en un acto de dignidad, reivindica sus renglones torcidos y se reinventa a sí misma desde sus márgenes. Es la sociología de la historia -o la sociología con pertinencia histórica- la que permite decodificar el proceso en el que el comportamiento social -colectivo e individual- se fusiona orgánicamente a la utopía, lo que lleva a comprender que ésta no está hecha de palabras, sino de acciones concretas y proyectos de futuro con futuro.
Y es que la utopía social desde sus renglones torcidos, es la epistemología para reinventarla y romper el paradigma del negacionismo (que no tiene un signo ideológico particular), y esa es una forma de ampliar las presencias del presente, reducir los olvidos y, así, limitar el futuro a la vivencia de pocas, pero certeras, historias factibles que se reproducirán en el imaginario, y en la memoria, en tanto historicidad de la conciencia que, para salir avante, anida en un personaje que la resume, y que es, por méritos propios, el referente de todo lo que sucede, debido a que es una singularidad sociológica. En el caso salvadoreño, ese personaje es, sin duda, Nayib Bukele. Así de lapidario.
La utopía social en tiempos de reinvención, no es una respuesta dada, sino muchas preguntas dándose. ¿Qué le puede aportar la sociología salvadoreña a la utopía en modo latinoamericano? ¿qué tipo de ilusiones, rebeliones y motivación social se pueden socializar desde un El Salvador que no salvaba a su pueblo? Más allá de que fuimos víctimas de la expropiación y la represión desde el primer llanto de la nación, me atrevo a afirmar que El Salvador, en especial, fue bautizado por una utopía que se movió entre las pesadillas y los sueños: las pesadillas de las masacres, la corrupción, la impunidad, la emigración forzada, la delincuencia, el fraude electoral y los salarios mínimos minimizados; y los sueños de libertad, autodeterminación, soberanía, igualdad social, paz, seguridad alimentaria y, como corolario, el “sueño mayor” de que lo público sea mejor que lo privado y que esté a la mano de los pobres, para que éstos sean tratados dignamente como ciudadanos.
Como país, seguimos siendo una colonia después de la Independencia: la colonia de la oligarquía, y esa es la razón por la cual somos el pueblo de la paradoja duro-blandito. El sueño mayor que nos acompaña, limitaba, al oeste, con las haciendas cafetaleras que nos expropiaron las tierras comunales, ejidos y manos; al norte, con el ejército genocida que se inventó una guerra para frenar la organización popular de las bananeras y disimular, en cien horas, el desempleo feroz de las décadas; al este y sur oeste, con los manglares que fueron la réplica de la desigualdad social; y el río Lempa, que nos hicieron creer que era el más largo y caudaloso del mundo, nacía en la conciencia de los descalzos, y desembocaba en el mar progresista de las rebeliones del añil, del café, del arroz teñido, de los cuadernos universitarios rotos y, sólo hasta el final de dos siglos que repitieron doscientas veces el primer años, surgió la rebelión de los indignados, cual versión tardía de la revolución francesa en las gradas del Palacio Nacional.
Así se forjó eso que, en los años 70 y 80 llamamos utopía social como sinónimo de revolución social, cuyo poder de convencimiento fue tal, que hasta tomamos las armas antes de que fuera demasiado tarde, antes de que el tal Masferrer nos convenciera, para siempre, de la inevitable y feliz dictadura del mínimum vital y su dinero maldito que era cliente asiduo de las cantinas y burdeles. Y es que, desde que abrimos los ojos como país recién nacido, asumimos una utopía que no comprendíamos, aunque la sentíamos y celebrábamos, no obstante ser una patria sin patriotas debido a que la mayoría carecíamos -y carecemos- de patrimonio heredable. Si tuviera que nombrar los muchos fantasma que ha tenido la utopía social, al reflejo me remontaría a los próceres mestizos de la Independencia, a los decretos de Tepetitán, redactados por un indígena analfabeta que se adelantó, más de un siglo, a la declaración de los derechos humanos; a la conciencia de clase que negó a la clase social a la que pertenecía, usando el bálsamo de Teotepeque o el humo de los fusiles de los batallones de fusilamiento; a la huelga general de brazos caídos que se traicionó a sí misma, en 1944, sólo porque no encontró nada mejor que hacer, ni tuvo a quien mandarle un telegrama celebrando el triunfo; a las ideas libertarias que, a solas y en silencio, transcribí de los textos de Marx, para nutrir al cuaderno de sociología general que me sirvió de parapeto en los años 80s; y como corolario, a la rebelión electoral de febrero que, haciendo del celeste una versión existencial de la sangre derramada, nos hizo entrar en el siglo XXI, diecinueve años después de haber iniciado.